Entre Sangres

Mujer blanca nacida en occidente, mundo de industria y desarrollo. El despertador es mi pájaro de madrugada. Detrás de mi ventana el barullo de autos, trenes, bocinas y frenadas, me da la bienvenida cada mañana.

Un pequeño jardín me enseña el verde de pasto bien cortado y aburrido, a costa de estar tan prolijo. El cielo se esconde detrás de enormes edificios y es mi horizonte la vereda de enfrente.

Entre órdenes y silencios, juegos programados con respuestas conocidas, decires por que sí y por que no, la vida va creciendo en mi y yo cada día más vacía.

Llenándome de tanto he olvidado el sentido y en su falta anida un hueco tan hondo, que en él desaparecen significados y alegrías.

Me ahogo. Me salgo. Necesito un nuevo horizonte para amanecer

Indio cobrizo de mirada pícara, profunda como la tierra misma donde ocultas los secretos de la vida. Tu torso encorvado te lleva escondido, arrastras tus pies de raza de segunda, dejando asomar la sonrisa a espaldas de los entendidos.

Hay calma en tus ojos y abundancia en tus labios. Deslizas los pasos uno tras otro esquivando prisas, superando obstáculos, riendo de los trucos y artimañas, mientras te complaces oliendo los granos.

¿Qué miras allá en el cielo?. ¿Cómo sabes que dice la tierra?. ¿Cómo encuentras siempre las respuestas y curas con tus manos las heridas?

Te encuentro, te observo, me acerco.

Te miro en cuclillas y te imito. Largas horas quedamos ambos en silencio.

Me echas, me ignoras, te alejas.

Suplico, te grito, me rindo, te sigo.

No puedo dejarte.

Marcho tras tus huellas como el perro fiel sigue a su amo. Hay un secreto que solo tú tienes y yo lo ando buscando.

No hablas, escuchas, no hablo, te imito.

Me apropio de tus gestos, repito tus cadencias, hago cada cosa que haces, espero... Días y más días espero.

Los meses de arar han pasado y también los de sembrar. He sentido frío y hambre, ni una manta me tendiste, ni una fruta para saciarme, nada que representase un ínfimo gesto de cortesía, ninguna señal de haberme visto.

Miras a través de mí, más allá.

Mis ojos por seguir los tuyos han dejado de mirarme. Ahora corren veloces, se deslizan suaves, se encogen, se dilatan, aprendiendo a mirar distinto, a mirar de nuevo, a mirar y ver.

Te he visto comer, sembrar, cosechar, dormir, caminar, cantar, bailar, reír, llorar, contemplar.

He comido, sembrado, cosechado, dormido, caminado, reído, llorado, contemplado, queriendo que me mires.

No me has mirado.

Ha pasado un invierno, una primavera, un verano, un otoño, allí en los altos picos se esboza el próximo invierno, ya no espero, ahora... al verte bailar, aprendo a bailar, al oírte cantar, aprendo a cantar, al sentirme acariciada por el silencio me deslizo a contemplar.

Nada me has dado salvo tu ausencia tan presente y tu silencio.

Y en ese no darme como yo pretendía, me has dejado librada a mi suerte y así he aprendido a bañarme en el río fresco, a tomar del árbol los frutos pidiéndoles permiso y de la tierra los suyos agradeciendo siempre, conociéndole su abundancia pródiga y generosa.

He mirado el cielo día y noche por mucho tiempo y poco a poco me sorprendo descubriéndole secretos. Sé ahora que la danza de la luna trae cambios de clima y de trabajo. Sé que las distancias del Sol dibujan las estaciones. He aprendido el poder del silencio y, el gozo profundo que despierta en mi alma cuando al sumergirme emerjo atraída por la melodía que solo en él puede escucharse. Ahora sé que música danza la vida, porque oigo su música en mí, entibiando mi sangre hasta arderme en baile.

¿Sabes?. Tu mundo de naturaleza y el mío de cemento son diferentes. Tú y yo, no.

No sé si en tu mundo está el secreto, no sé si está en el mío. No sé si es que acaso existe secreto alguno, que pueda en maravillas todo lo que al no enseñarme me enseñaste.

Gracias por haber seguido tu camino sin querer involucrarme. Por hablarme soltando los sonidos al viento sin siquiera mirarme, sin mostrar que sabías que yo estaba ahí. Pues al negarme me ofrendaste el mayor regalo: Me enseñaste a tener tiempo y encontrarme conmigo, a observar y dejar que las respuestas lleguen solas, a hacer, aún sin saber qué, ni para qué, ni cómo.

Ahora sigo mi camino, ignoro el destino al que me llevarán mis pasos, ya no es importante, solo me pertenezco a mí y al espacio en que me encuentre a cada instante.

Lo miré por un momento, dejé que mis ojos recorrieran todo el horizonte de la tierra y el cielo, inhalé hasta llenar con sus aromas cada poro de mi ser y emprendí un nuevo camino.

Solo entonces, ante mi primer paso, el indio alzó el torso, entregándome sus ojos insondables, su sonrisa de dientes blancos y carnosos labios, extendió su mano y gritó: ¡Adiós, hermana!.

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