LA BATALLA DE LOS ESQUELETOS

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Tiempo había pasado desde que terminara la guerra de los treinta años, cuando en una tarde clara de primavera llegó un joven pintor al pueblito de Oppenheim. Una muchacha hermosa le salió al paso casi como surgida del aire y le interrogó sobre los motivos de su visita.

El joven gratamente sorprendido al encontrar tanta hermosura y cordialidad, le correspondió contándole los motivos de su aventura:

—Soy un artista a cuyos oídos han llegado loas de este valle y he venido a glorificar mis ojos con él y a dejar su imagen en la tela.

La muchacha complacida le invitó a la posada de su padre y en el camino fue contándole las mil y una maravillas que el joven encontraría en su amado valle.

Llegados a la posada el padre de la muchacha dio de comer y beber en abundancia al pintor y una vez concluida la cena, le ofreció una pipa y buen licor.

Así estaba el artista fumando y bebiendo bajo la claridad lunar cuando sintió tenues pasos que se le acercaban.

—Si vais a pintar— le susurró la muchacha — Debéis hacerlo junto a las ruinas de la antigua abadía, bajo la luz brillante de la luna.

—¿Por qué bajo la luna y no bajo el dorado sol?— preguntó intrigado el joven, volteando el rostro para mirarla.

—Porque solo la luna devela el horror y la belleza secreta del paisaje— repuso la jovencita, mirándole con tal ardor y suplica cómplice, que el joven se sintió turbado como jamás lo había estado, sabiéndose en ese mismo instante enamorado.

Sin más tomó su maleta de pinturas, telas y pinceles, salió de la posada y se dirigió al camposanto.

Era una noche tranquila, iluminada por una luna cálida y brillante, ni un solo sonido interrumpía la placidez del paisaje.

Llegado al campo santo se sentó sobre una lápida lisa, frente a las ruinas de la abadía. Sacó con cuidado sus materiales y buscó la imagen perfecta para su obra.

Preparando su tela estaba cuando su pire golpeó contra lo que creyó una piedra, se inclinó para apartarla y al levantarla descubrió con espanto que se trataba de una calavera. Horrorizado ante tan macabro hallazgo, lo arrojó lejos y poseído por el tropel de ideas desatadas en su mente, pintó con frenesí durante horas; hasta que bruscamente se asustó al oír dar las campanadas de medianoche, que en mala hora le arrebataron de su ensimismamiento; pues al alzar sus ojos hacia la torre del lejano campanario, mientras comenzaba a recoger sus cosas, tropezó con una escena que le puso la carne de gallina: miles de huesos desparramados entre las lápidas y la tierra, se alzaban uniéndose en perfectos esqueletos formaban horripilantes y espantosos batallones y obedeciendo a una orden nacida de la noche, reemprendían una antigua y descarnada batalla.

La batalla era cada vez más sangrienta, los esqueletos caían heridos de muerte y el chocar de las espadas aturdía el silencio de la noche; mientras la luna, como si estuviese empeñada en acompañar la macabra escena, pendía estática en el cielo justo sobre el campo santo.

El joven sintió que la sangre se le helaba en sus venas y el corazón le brincaba enloquecido dejándole impedido de todo movimiento. Con los ojos desorbitados, observó como la lucha se iba enardeciendo, hasta que la calavera qué poco antes había arrojado lejos, desprendiéndose del esqueleto caía nuevamente a sus pies y con voz sepulcral, le ordenaba que dijese al mundo que las almas de aquellos que habían sido forzados a luchar tiempo atrás y que noche tras noche se veían obligados a revivir la batalla final, no conseguirían descansar hasta que fuesen enterrados con dignidad.

En cuanto el reloj dio la una, el combate cesó y los huesos volvieron a colocarse por el suelo en desorden. El artista liberado del macabro hechizo, corrió de regreso a la posada, dejando olvidados sus materiales.

En la puerta lo esperaba la jovencita, que al verlo en tan espantoso estado le abrazó ayudándole a entrar. Ya provisto con una copa de fuerte licor, con voz vacilante relató a la joven y a su padre, la atroz experiencia vivida. Y supo entonces que años atrás en efecto había acontecido una terrible batalla en el campo santo, siendo algunos de los muertos enterrados y muchos otros abandonados sobre la tierra sin recibir sepultura.

—Tú lo sabías— gritó el artista mirando a la jovencita

Ella sintió y arrodillándose a su lado le dijo con la mayor dulzura

—Lo sabía y te suplico me perdones, más solo en voz de un forastero el pueblo creerá la historia y temiendo su divulgación dará al fin sepultura a los esqueletos extranjeros.

Comprendió el artista la verdad de estas palabras y al día siguiente el pueblo entero supo de su aventura y, antes del anochecer, todos los esqueletos recibieron digna sepultura.

Poco tiempo después, estalló la Guerra de los Siete Años, fue entonces cuando los habitantes de Oppenheim declararon que la aparición de los esqueletos habían presagiado el suceso.

Adaptación de una vieja leyenda. ®© Ana Cuevas Unamuno

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