LA MUERTE ENAMORADA

No tengo por costumbre moverme por impulsos, sin embargo, el día que a la distancia vi al pobre campesino desechar por igual al diablo y al santo como padrinos de su hijo, supe que había llegado la hora de nombrar un nuevo ayudante. Pues, ¿qué otra cosa son los sanadores, sino mis mejores colaboradores?

No se lo dije entonces, ni nunca. Me limité a pararme frente a él y ofrecerme como madrina para su hijo. Aceptó sin titubeos y eso me satisfizo. Pidió honores y fama para su niño y se lo concedí dado que solo así podría serme útil.

Nada pueden reprocharme, desde el comienzo mismo me ocupé de él y sin que me viesen le vi crecer, y esperé el día de su vigésimo cumpleaños para cumplir mi palabra de visitarle.

No esperaba un cálido recibimiento cuando llegué en medio de la fiesta, curioso resultó por lo mismo, la sencillez y alegría con que el joven me recibió. Ahora, a la distancia, creo que en ese momento, lo imprevisible, lo inesperado, lo imposible, se instaló entre nosotros como un germen diminuto e invisible que en ese entonces no supe ver.

Como tantas otras veces a lo largo de los siglos y siglos que dura mi tarea entre los hombres, le entregué la hierba que sana y le di mi bendición junto a mis instrucciones. Él aceptó el trato y prometió obedecer. Si me encontraba a la derecha, tenía mi permiso para sanar, si a la izquierda, debía retirarse. ¡Fáciles instrucciones para tan trascendente tarea!

Fui yo quien le convirtió en el más grande de los médicos, y la fama, los honores y riquezas prometidos, llovieron sin cesar sobre él. Durante años, ni un sí ni un no nos enfrentó, tal como yo esperaba, tal como debía ser.

Hasta ese malhadado día en que viéndome a la izquierda de la cama de un pequeño moribundo, como tantos otros, algo sucedió en mi muchacho, algo terrible, poderoso, que le hizo rehuir mi mirada al tiempo que me desobedecía, salvando por sí mismo la vida del niño.

¿Qué sucedió en mi que se lo permití? ¿De qué rincón de su ser, oculto a mis ojos, extrajo el poder de insuflar vida? ¿Fue acaso ese misterio lo que paralizó mi determinación?..

Aturdida, me alejé. Le esperé en su casa envuelta en mi helada furia, deseosa de verle desafiante para poder castigarle como merecía. Pero él llegó suave, sumiso, sereno y en sus ojos vi la vergüenza de haberme desobedecido pero no el arrepentimiento. Y ese germen invisible nacido el primer día cosquilleó en mí, transformado en palabras imposibles de perdón. ¡Yo, que jamás he vacilado, que nunca antes me he visto perturbada, que carezco de corazón, de sentimientos y tantas otras debilidades mortales, tuve que reconocer ante mi misma, pues ante nadie más respondo, que por primera vez conocía una fuerza que podía afectarme!

Casi huí de esa casa, ¡ridícula acción para la Muerte que ante nada ni nadie ha huido nunca!, a refugiarme en mi útero de roca, palpitando con tanta fuerza como las llamas recién nacidas.

No poseo como atributos la reflexión ni el análisis, menos el remordimiento o la compasión, me basta ser impecable en mi tarea sin buscarle jamás sentido. Quizás por eso la paz restablecida entre nosotros me facilitó olvidar el episodio y continuar imperturbable mi tarea.

Más ¡Ay!, estaba escrito que el destino me había alcanzado y ya nada podría permanecer igual, como no permanece igual el cielo cuando muere una estrella.

Llegada la hora del Gran Rey, allí estaba yo buscando lo que me pertenecía, cuando mi niño llegó y al verme a la izquierda supo que nada podía hacer, y gacha la cabeza le vi temblar de pena.

Si tuviese sentimientos, podría jurar que me alegré al verle obediente, tanto como me enfurecí al instante al verle levantar la cabeza y con gesto decidido darle al rey la pócima que me lo arrebataba de las manos. Los hielos mismos del abismo se encendieron en ese momento en mis entrañas y latiendo en gélidas ráfagas, le esperé en su casa decidida a castigarle con todo el poder de mi ira.

¿Porqué al verle llegar, si se quiere aún más sólido y sereno que la primera vez, percibí cómo se debilitaba mi determinación? No se excusó en disculpas vanas, no bajó la mirada, no suplicó... Tampoco fueron sus palabras las que detuvieron mi sentencia en un espasmo inaudito de terneza, que inundándome por completo, a duras penas me dejó advertirle que ya no podría otra vez perdonarle. ¿Qué fue entonces?

Mucho tiempo cavilé en esa duda que me carcomía y la respuesta llegó inesperadamente a través de quien me la causaba, el día en que por tercera vez me desobedeció al mismo tiempo que se me entregaba por completo.

A la princesa que él amaba más que a nada, le había llegado la hora de acudir a mi abrazo, mi joven al verme lo supo y en mirada abierta y transparente vi al mismo tiempo su elección y su entrega.

Yo, que siempre he sido temida, odiada, investida de las peores formas, acusada de las mayores injusticias, convertida en la enemiga cruel de toda vida y no he conocido ni caricias, ni dulzuras, ni tan siquiera una plácida comprensión, recibí de improviso y sin aviso un amor tan vasto que llegaba a mi, vacío de pedidos. Y ese amor de quien siendo mi ahijado se convertía en mi hijo por el lazo que creaba al penetrarme, transformó mi destino hasta tal punto que al llevarlo a mi mundo de velas ardientes y mostrarle la inevitabilidad de su suerte, en el mismo momento que su vela y la de la princesa expiraban juntas su último destello, comprendí por fin cuál era mi verdadera naturaleza: ¡Ser quien diera el sentido a toda vida!

Y supe entonces lo que él siempre había sabido, que el Amor en su expresión más plena habitaba cobijado entre mis pliegues y era yo al fin su expresión final.

©Ana Cuevas Unamuno

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