CUENTO POPULAR FINLANDÉS

Este es un Cuento Popular Finlandés que se encuentra en EL PALACIO DE LOS CUENTOS - LIBRO SEGUNDO

La muchacha del mar rojoimg034

Había una vez una rica casa de labor en la que vivía un campesino con sus tres hijos. Sucedió que cada vez que el campesino había hecho la siembra de primavera, llegaba una noche de tempestad veraniega y le destruía todo lo que había sembrado. Así le ocurrió durante doce años seguidos. Finalmente, el campesino se hartó y dijo:

—Dejaré la siembra sin hacer; de todas formas, nunca saco nada...

Entonces el hijo mayor pidió a su padre que le dejara cultivar las tierras. El padre le dio permiso para que así lo hiciera.

El joven abonó las tierras y las sembró. Pero llegó la noche de tempestad veraniega y volvió a suceder lo mismo que le había ocurrido a su padre.

A la primavera siguiente, el hijo mediano pidió a su padre que le dejara intentarlo. El padre le dio permiso, así que el muchacho trabajó las tierras y las sembró. Cuando llegó la noche en la que tenía que venir la tempestad, se quedó en vela. A medianoche, se desencadenó tal tormenta que derribó los árboles del bosque. Entonces fue al cuarto de baño y después se acostó. Cuando a la mañana siguiente se levantó, las tierras estaban tan destruidas como las veces anteriores.

Llegada la siguiente primavera, el hijo menor pidió a su padre que le dejara probar suerte también a él. El padre no le quería dar permiso:

—¡Si no hace más que acumularse desgracia sobre desgracia!...

Como el menor tampoco tenía aperos para sembrar, su padre tenía que ayudarlo.

Pero al final, a pesar de todo, le dio permiso para sembrar las tierras. Llegada la noche de la tormenta, el muchacho se quedó en vela. Cuando la tempestad estaba llegando, se dirigió a un puente que había sobre los surcos de las tierras y se acostó debajo de él.

Al poco tiempo tres pájaros se posaron en el puente. De repente, los pájaros se convirtieron en doncellas y tiraron su ropa al suelo. Una de ellas se adelantó hasta las tierras y empezó a pisotear lo sembrado; las otras dos la siguieron. Entonces el joven saltó de debajo del puente y les arrebató las prendas. Dos de ellas regresaron inmediatamente y consiguieron arrancar sus vestidos de las manos del joven, pero la tercera, que no pudo recuperarlo, se quedó allí. Entonces acosó al joven:

—¿Qué va a ser de mí si me retienes aquí? El joven contestó:

—No te dejaré marchar así como así. No si antes no le pagas a mi padre la cosecha de diez años y a cada uno de mis hermanos la de un verano.

Entonces ella dijo:

—¿Y con qué te voy a pagar si no tengo nada? Como no tenía otra cosa que ofrecer, instó al joven a que la tomara por esposa. El joven accedió. Ella le dio un anillo diciendo:

—Ponte el anillo en el dedo; es señal de que estoy prometida contigo.

El joven soltó a la muchacha. Decidieron que él prepararía la boda y que ella acudiría a la misma a una hora determinada. El joven hizo públicas las amonestaciones. Llegó el día fijado para la boda. Todos los invitados se habían reunido a esperar a la novia, pero, como parecía que no llegaba, al joven le entró miedo. El reloj acababa de dar las doce, así que salió a ver si la veía llegar. Al rato oyó algo así como el cascabeleo de unas bridas, y poco después llegó la novia en un coche tirado por muchos caballos grises.

Se celebró la boda con comida, bebida y el estampido de cañones. El rey, que vivía en el palacio próximo, envió a un criado con el encargo de preguntar:

—¿Por qué estáis disparando sin que yo lo sepa? El criado regresó y contó al rey:

—Estaban celebrando una boda; el hijo del vecino se ha casado, y tiene una mujer muy bella.

El rey decidió entonces ir a ver a la novia. Su belleza le deslumbró tanto que dijo:

—Ya que has conseguido una mujer tan maravillosa, esta noche tendrás que talar un bosque de robles entero.

Entonces al joven le entró miedo. «¿Cómo voy a conseguir talarlo?», pensó.

El muchacho se lamentó a su mujer:

—¿Cómo voy a poder hacer todo ese trabajo?

—¡No te preocupes! —le contestó su mujer.

La mujer pidió a una criada que, en cuanto sonaran las doce, le tuviera preparado a los pies de la escalera el mejor caballo ruano. A continuación dijo a su marido:

—Móntate en el caballo ruano y vete al galope al bosque de robles del rey. Entregó a su marido un hacha de mano pequeña diciéndole:

—Cuando tales el roble más pequeño debes decir: «¡Que de este golpe se caigan todos los robles!».

El joven así lo hizo y el bosque quedó completamente talado. Se montó en el caballo ruano y regresó a su casa.

—¿Qué? ¿Cómo te ha ido?—preguntó su mujer. Él entonces contestó:

—Todos los árboles están talados. A la mañana siguiente llegó el rey diciendo:

—Ya que eres tan fuerte, debes levantarlos todos otras veces. El hombre entonces se volvió a afligir mucho.

—¿Cómo voy a conseguir hacer eso? Pero su mujer le dijo:

—No te preocupes, que eso se hará enseguida.

En cuanto dieron las doce de la noche, llegó la criada y los despertó:

—Ya son las doce.

El caballo ruano estaba esperando en la puerta; era el mismo de la noche anterior. La mujer dijo a su marido:

—Cuando galopes por el bosque, levanta el roble más pequeño y di: «Yo levanto éste y que todos los árboles se levanten ellos solos!».

Así lo hizo y, efectivamente, todos los árboles se levantaron de nuevo. Entonces volvió a casa y su mujer le preguntó:

—¿Qué tal te ha ido?

—¡Todos los árboles vuelven a estar en pie!

A continuación, el rey le dio orden de que buscara las llaves de su palacio, que se habían perdido en los tiempos de su abuelo:

—Ya que eres tan fuerte, a lo mejor también lo sabes todo. El hombre, que creyó estar de nuevo en un gran apuro, se dirigió a su mujer diciéndole:

—Ahora me exige las llaves del palacio, que se perdieron en tiempos de su abuelo.

La mujer contestó:

—No te preocupes, que se encontrarán. Móntate mañana temprano en el caballo ruano; él galopará contigo hasta una iglesia y se detendrá allí. A continuación, las puertas de la iglesia se abrirán ellas solas. Entra y coge las llaves que están en la pared del fondo, pero al salir de allí, no mires hacia atrás.

El joven cabalgó hasta la iglesia en el caballo ruano, cogió las llaves y se dispuso a salir. En ese momento, el espíritu protector de la iglesia gritó:

—¡Eh, joven! ¿Qué has hecho? ¡Alto, detente, has cogido algo!

Él se dio la vuelta... y el caballo le tiró al suelo.

El manojo de llaves se le escapó volando de las manos hacia el caballo ruano y se quedó colgando de uno de sus cascos. El caballo ruano cogió las llaves con los dientes y se las llevó a su dueña. Ella se las llevó al rey y le dijo:

—¿Qué le habrá pasado a mi marido con las cosas que le mandas hacer? Es muy posible que le haya ocurrido una desgracia.

—No te preocupes —dijo el rey—. Una mujer como tú seguro que consigue otros hombres.

Pero ella esperó durante un año su regreso.

Transcurrido ese año, el rey ordenó tajantemente que se casara con él. A ella no le quedó más remedio que ir con él a la iglesia, pero antes le dijo a la criada:

—No creo que aparezca mi marido, pero lo que voy a decirte es por si se diera el caso de que apareciera: en cuanto llegue a la iglesia echará a volar. Mira en qué dirección vuela y dile que vivo pasado el mar negro y el mar blanco, en un palacio sumergido en el mar rojo. Aunque hasta allí no va a poder llegar de ninguna manera.

Mientras el hombre iba arrastrándose penosamente hasta allí, pasó por delante de una iglesia; en el atrio de la iglesia había tres hombres que le gritaron:

—¡Eh, hombre! ¡No sigas y ven aquí!

Él se dirigió hacia donde estaban. Tenían tres cosas que querían repartirse. Eran viejos y llevaban ya toda su vida ocupados con ese reparto, pero aún no se habían podido poner de acuerdo. Le dijeron al hombre:

—¡Reparte estas tres cosas entre nosotros!

Las tres cosas eran un sombrero, un par de botas y una espada. El hombre cogió el sombrero y preguntó:

—¿Qué se puede hacer con él? Entonces le contestaron:

—Si te pones el sombrero, nadie te podrá ver.

Se puso inmediatamente el sombrero y preguntó a los viejos:

—¿Me veis ahora? Ellos contestaron:

—No, ya no te vemos.

Luego preguntó qué se podía hacer con las botas, y le contestaron:

—Con ellas puedes llegar de una zancada hasta donde te alcance la vista.

—¿Y qué se puede hacer con la espada?

—Se utiliza en la guerra; si la blandes caerán todos los enemigos.

En un abrir y cerrar de ojos se puso las botas y llegó volando en el momento en que su mujer entraba en la iglesia. En cuanto salió, la mujer preguntó a la criada en qué dirección se había ido volando.

Había pasado un buen rato desde que emprendiera el vuelo hacia el este. Había llegado a una casa nueva, se había hecho pasar por tratante de caballos y se había tumbado a dormir detrás de la mesa. Mientras estaba durmiendo, la posadera y el posadero pusieron en la mesa una comida exquisita. Entonces la mujer dijo a su marido:

—Le pediría al forastero que se sentara a comer, pero ¿crees que le apetecerá la comida?

El forastero oyó lo que decían. El posadero fue hacia él y lo zarandeó diciendo:

—¡Levántate, huésped, y ven a comer! Entonces él se levantó y dijo:

—¡Ah, qué mesa tan bien servida!

El posadero y la posadera se rieron mucho.

Después de cenar durmieron toda la noche de un tirón. A la mañana siguiente, el posadero estaba mucho más amable aún. Llamó al forastero y le enseñó sus almacenes. Primero le mostró uno que estaba completamente lleno de cobre.

—Ahora vamos a ver otro. El siguiente estaba lleno de plata.

Luego fueron al tercero, que estaba lleno de oro. Cuando el posadero salió del almacén, miró a su alrededor y dijo:

—Pero ¿dónde se ha metido el hombre?

Éste se había puesto su sombrero y había llenado su mochila de oro. Lo buscó por todas partes y, al no encontrarlo, volvió a entrar en el almacén.

—Pero ¿dónde se habrá metido este joven?

Entonces se dio cuenta de que en el cajón del oro había un gran agujero, así que se dijo:

—Parece que era un ladrón, aunque se hiciera pasar por tratante de caballos.

Entretanto, el joven ya había recorrido un buen trecho por los campos. Al quitarse el sombrero, el posadero lo vio y dijo:

—Por allí va ese condenado.

El joven siguió su camino en busca de su mujer. Anduvo un día y llegó al mar blanco. Entonces recorrió las dos orillas. Encontró una pequeña casa en la que vivía una muchacha que estaba calentando su cuarto. La muchacha le preguntó:

—¿Adonde quieres ir?

La muchacha tenía una nariz que medía tres codos. Él contestó que quería ir al otro lado del mar.

—Te llevaré remando hasta allí, pero me quedaré con una mano tuya como pago.

—¿No preferirías que te pagara con oro? —dijo el joven—. Tengo la mochila llena.

—No, no quiero.

La muchacha insistió en que le tenía que dar su mano antes de emprender la travesía, pero el joven le pidió:

—Déjame la mano durante el viaje para que pueda llevar el timón mientras tú remas.

Los remos eran de cincuenta brazas de largo. Tras remar un trecho, divisaron la otra orilla. Entonces el joven se puso su sombrero y se bajó del barco. La muchacha lo buscó por todo el barco muy furiosa.

—¿Dónde se habrá metido el joven? ¡Al final no me ha dado absolutamente nada, ni el oro ni la mano!

El joven anduvo por la orilla del mar negro hasta que volvió a encontrar una casa en la que vivía una muchacha. Se dirigió a ella y le dijo:

—Tu hermana pequeña, que me ha cruzado el mar blanco a remo, me ha pedido que te dé muchos recuerdos de su parte.

Al oír esto, la muchacha se puso a gritar furiosa:

—¿Cómo es posible que te haya cruzado a remo sin haberse quedado siquiera con una mano tuya como pago? El joven entonces le enseñó su mochila:

—Le he pagado con oro, pero aún me queda suficiente. La muchacha se puso más furiosa aún:

—¡No debería haberte llevado a la otra orilla por oro! El joven insistió en que le llevara remando hasta la otra orilla del mar negro.

—De acuerdo, lo haré —dijo la muchacha—, pero con la condición de quedarme a cambio con tus dos manos.

Cuando llegaban a la orilla la muchacha dijo:

—Trae aquí tus manos que te las corte.

—Déjame las manos durante el viaje para que pueda guiar el timón; ya las cogerás cuando hayamos llegado a la otra orilla.

—Está bien —dijo la muchacha—, las cogeré cuando hayamos llegado a la otra orilla.

En cuanto divisaron la orilla, el joven se puso su sombrero, saltó a tierra y dejó a la muchacha vociferando furiosa en su barco. Aunque la muchacha tenía una nariz que medía seis codos de largo, se le entendía muy bien lo que decía.

El siguió caminando hasta llegar a la playa del mar rojo. Allí estaba otra muchacha que, para calentar su cuarto, revolvía la chimenea con su nariz, pues la madera arde mejor cuando se la atiza. El joven le dijo:

—Tus hermanas me han dado recuerdos para ti.

—¿Cómo has podido llegar hasta aquí —preguntó ella hablando sobre todo por la nariz— y conservar las dos manos? Ellas te tendrían que haber quitado las manos. ¡Ay, qué hermanas éstas! ¡Se van a enterar cuando vaya a verlas! ¡Mira que cruzarte en su barco de reinos por oro cuando debían haberte quitado las dos manos!...

Al rato se le pasó un poco el enfado y preguntó al joven:

—¿Adonde quieres ir entonces?

—Quiero ir al palacio sumergido que hay en mitad del mar rojo y del que sólo se ve la puntita —contestó él. La muchacha le contó que nunca había visto tal palacio, a pesar de que había recorrido a remo todo el mar de un lado a otro. No obstante, a la mañana siguiente se dirigió a la playa y empezó a gritar:

—¡Eh! ¡Hola! ¡Vosotras, todas las aves del cielo! ¡Venid aquí, que quiero hablar con vosotras!

En un minuto estaban allí todas las aves, grandes y pequeñas, así que les preguntó:

—¿No habéis visto en el mar rojo un palacio del que sólo asoma del agua la puntita?

—No —contestaron todas las aves.

—Bien, ¡marchaos! —les ordenó la muchacha.

En cuanto las aves hubieron desaparecido, volvió a gritar:

—¡Eh! ¡Hola! ¡Vosotros, todos los peces del mar! ¡Venid aquí, que quiero hablar con vosotros! Los peces se acercaron a ella y ésta les preguntó:

—¿No habéis visto un palacio sumergido en el mar, del que sólo asoma la puntita?

—No, no hemos visto ningún palacio —contestaron todos los peces.

—¡Entonces marchaos!

Apenas habían desaparecido los peces, se presentó una ballena. Al verla, la muchacha empezó a regañarla:

—¿Por qué llegas tan tarde? ¿Acaso no podías estar aquí al mismo tiempo que los demás? Entonces la ballena contó lo siguiente:

—Cuando venía nadando hacia aquí, pasé por un palacio sumergido y se me quedó atascada la aleta en una esquina del palacio; por eso me he entretenido.

—¡Ya te puedes ir! —dijo la muchacha a la ballena.

En cuanto la ballena se disponía a marcharse de allí, el joven se puso su sombrero y se montó en su lomo. La ballena volvió a pasar nadando por delante del palacio y entonces él saltó y se quedó en la punta. De repente, los habitantes salieron del palacio y la corte se quedó completamente seca.

Entonces apareció una criada que había salido a buscar agua potable para la novia que una vez había sido su mujer. El hombre aún llevaba puesto el anillo que la muchacha le había entregado cuando la pilló pisoteando las tierras sembradas. Se sacó el anillo, lo echó dentro del cántaro del agua y entró con la muchacha en el palacio. Pero, como llevaba puesto su sombrero, nadie pudo verle. Al coger el cántaro, la mujer oyó que algo tintineaba en él:

—¿Qué es lo que tintinea en este cántaro? Miró en el interior y encontró el anillo.

—¡Pero si es el anillo que entregué a mi marido al prometerme a él! ¿Cómo habrá venido a parar aquí?

El hombre, que ya no podía contener su alegría, se quitó rápidamente el sombrero.

A la mañana siguiente, volaron en las alas de su mujer a la patria del marido. Éste declaró la guerra al rey. Apenas blandió su espada, el rey perdió todas sus fuerzas y murió. El hombre entonces se convirtió en rey y su mujer en reina, y su dinastía aún sigue reinando en nuestros días.

 

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