TODO ESTÁ DETRÁS

puerta azul 2

Adolfina miró la fachada y una mueca de tristeza se delineó en su boca. Había jurado no regresar jamás y sin embargo allí estaba después de tantos años. La casa no era tan grande como la recordaba, ni eran tan amplios sus jardines, ni tan altos los árboles, ni tan ruidoso el paisaje. Todo se había achicado al tiempo que se desvencijaba y el moho, oloroso y resbaloso, reptaba por sus intersticios.

Abrió la puerta con delicadeza, temiendo que un movimiento brusco la desencajara por completo de sus goznes y con ella cayera toda la construcción. Recorrió la sala, la cocina donde aún permanecía la vieja y negra cocina a leña enfrentando desafiante la boca del horno de pan, el baño en el que tantas veces había inventado historias sumergiéndose en la bañera con patas; tampoco la bañera era tan alta y grande como la recordaba. Llevada por un impulso se metió dentro obligada a encoger las piernas que ya no eran las de una chiquilla. Sonrió y acarició la cuna húmeda de sus fantasías.

Recorrió lentamente la que fuese su habitación, no quedaban en ella más rastros de su niñez que dos ojos de oso sobre una silueta comida por el moho, dibujados hacía tiempo en una de las esquinas. Allí no había nada. Salió.

Visitó el que fuera el cuarto de sus abuelos. Cuarto de los misterios dónde podían encontrarse estolas de colores, pañuelos de seda italiana, pintura para labios y collares de perlas, además de viejas fotos en las que los muertos parecían seguir vivos y atentos al comportamiento de ella. Ya no quedaban ni los marcos, ni las estolas, ni los olores de antaño, sólo el espejo oval de la vieja cómoda persistía en reflejar la luz del sol que entraba tenue por la ventana.

Adolfina suspiró mirándose al espejo. ¡Qué parecida a su abuela! La chiquilla que llevaba dentro hizo una mueca a la anciana que ahora la miraba. ¡No soy como tú!, dijo en voz alta soltando una suerte de bufido suspirado, antes de atreverse a inclinarse en la juntura izquierda del zócalo para desprender con cuidado la baldosa roja, que seguía siendo tan grande y pesada como antes. Cuando el hueco quedó a la vista metió la mano y tentó el piso hasta hallar lo que buscaba, lo tomó alzándolo triunfal al espacio vacío al tiempo que, concretando su desafío, salió del cuarto y se dirigió con pasó firme hacia la escalera. Su determinación vaciló en el primer peldaño.

Durante doce largos años había intentado cuanta artimaña se le ocurría para alcanzar la cima de la escalera y enfrentarse al secreto de la puerta. Durante los mismos doce años algo o alguien se lo había impedido: allí vivía La Loca. No se podía pasar.

La Loca, ¿qué loca? Nunca lo supo. Mejor dicho, nunca durante esos doce años en los que la Loca se fue convirtiendo en tantas cosas: demonio, ángel, bruja, tentación, desgracia, impedimento..., que le hacía sentir su universo contaminado por su presencia insaciable e impenetrable. De la Loca sólo tenía sus risas, sus llantos y sus alaridos. Sonidos sin cuerpo, sin rostro. Sonidos perturbadores, magnéticos, tan insoportables como necesarios. Fue después, mucho después, cuando ya era una mujer casada y con hijos que supo que la Loca había sido su madre, y maldijo a sus abuelos por no dejarle jamás conquistar un rostro para ese nombre.

Ahora ya nadie podía impedirle subir, ya nadie la sacaría a la rastra hablándole de peligros y maldiciones. Ahora ella tenía la llave en sus manos y la casa vacía.

Miró la llave de hierro, grande, pesada, ruidosa, llena de arabescos como nudos. Subió y enfrentó la puerta cuyo azul, ya desteñido, no le parecía la puerta al cielo.

Colocó la llave con mano temblorosa, dentro le esperaban las respuestas, la giró despacio, dudando.

¡Se fue! Había gritado la cocinera. ¡Se fue! Habían gritado a coro desarticulado sus abuelos, el caballerizo, el peón. ¡Maldita Loca! ¿Cómo? ¿Cómo lo hizo?, gritaban. Luego decidieron que Dios se la había llevado para salvarlos, evitándoles el cuerpo.

Muerta su madre; tenía que haber muerto aunque le mintiesen, ¡los cuerpos no se desvanecen en el aire!; nadie volvió a entrar al cuarto maldito, sólo las ratas y los murciélagos. Nadie hasta ahora. Nadie salvo ella que con la llave en la mano inspiraba para dar el paso. Detrás de la puerta estaba la verdad, su pasado, su herencia.

El sol desfalleciente le regaló su último brillo creando una danza de ocres junto a la puerta. Abrió y sus ojos estupefactos enmudecieron. Las paredes eran un concierto de rostros desfigurados, animales monstruosos, manchas siniestras, como si un espíritu prisionero hubiese volcado en ellas sus demonios. El techo en cambio era un festín de delicias, de colores brillantes; ahora algo mustios; de estrellas y granadas naciendo de los genitales libres de ángeles y hadas. Frente a ella, una inmensa puerta azul, idéntica a la de la entrada, estaba pintada en la pared.

Adolfina se acercó con el corazón acelerando su andar a cada paso, un gesto de desconcierto, tensión y temor desfiguró su rostro. Tanteó con la punta de los dedos la insólita puerta, en su cerradura estaba dibujada una llave dorada, la rozó y la llave, inesperadamente, giró. Dio un paso atrás alarmada. ¡Se fue! ¡Se fue! ¡Maldita Loca! Las palabras del pasado regresaban con su carga de imposible… ¿O era posible?

Adolfina temblando de intriga y temor tomó el picaporte con la punta de sus dedos. La puerta se abrió dando paso a una ráfaga de aire renovado y un rayo de sol naciente invadió la oscuridad.

© 2000- Ana Cuevas Unamuno

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