MARGOT LA HECHICERA

mischief Margot era una hechicera frustrada, desde pequeña había intentado seguir el camino de su abuela sin resultados. Tenía el nombre y el don, también el conocimiento.

El único inconveniente era haber nacido justo, justo, en una época en que nadie solicitaba la labor de las hechiceras y lo que es peor: nadie recordaba quienes eran. ¡Ni siquiera sabían que existían!.

Todo estaba calculado, predicho y premeditado Para los partos parteras, para las penas alcohol, a nadie le importaban los vaticinios, convencidos como estaban, de que todo continuaría tal y como se había previsto.

¿Cómo curar con hierbas cuando ni siquiera un yuyo atrevido puede nacer sin permiso?.

Las plantas de hierbas, así como las flores y los frutos eran inexistentes, salvo en la reserva de la “Gran sociedad protectora de la antigua Naturaleza”, y la misma estaba por cierto estrictamente cerrada a todo aquel que no fuese personal científico, y específicamente, investigador nombrado para el estudio de los antiguos métodos de crecimiento natural, por los directores del departamento de “Planificación de puestos humanos”. Margot lejos estaba de ser científica y menos de tener acceso siquiera a la posibilidad de serlo.

Al nacer cada uno era destinado a una tarea de por vida, tarea que determinaba a su vez su lugar de residencia y las condiciones que rodearían su vida.

A los padres se les entregaba el programa vital que contenía la tarea consignada al recién nacido. Las recomendaciones básicas de crianza obligatoria, lo apropiado e inapropiado para el crío, el listado de amistades futuras y la ficha con datos de la pareja adecuada, donde figuraba hasta la fecha en que los susodichos debían conocerse.

En pos del orden nada faltaba en el programa. Los padres aliviados de tener que ocuparse del destino del tierno infante se limitaban a asegurarse del cumplimiento del programa.

Cuando nació Margot comenzaron, sin embargo, los problemas.

Por algún motivo inexplicable la máquina encargada de programarle la vida había sufrido un colapso. —Informe genético: Aptitud para la MAGIA— dicen que fue lo último que emitió. Según los especialistas la palabra Magia no se encontraba en el programa, posiblemente por que era anticientífica, imprevisible y nada lógica. Ese fue el motivo del descalabro de la pobre máquina y el comienzo de la confusión.

Lo cierto es que nadie hallaba remedio y por más intentos que se realizaron, ninguna máquina pudo hallarle profesión, amigos afines y mucho menos pareja a Margot.

Motivo por el cuál la entrega del programa se fue retrasando y sus padres desconcertados decidieron llamar a la abuela Margarita para que les ayudara.

La abuela que había nacido mucho antes de la Reforma cultural conservaba la habilidad espontánea para criar, que alguna vez habían poseído; según se decía; los seres humanos. Por lo que se decidió que se llevaría a la pequeña hasta que llegasen nuevas instrucciones, decisión que alivió profundamente a los decepcionados padres.

Fue así como Margarita crió a Margot a su antojo. Bueno casi a su antojo, dadas las limitaciones artificiales impuestas por la Reforma, que alteraban en mucho las costumbres conocidas por la anciana, y le exigían descubrir soluciones nuevas a cada paso.

A pesar de ello, Margarita feliz con esta inesperada oportunidad de revivir libremente un vínculo sin programación, se entregó a sus deseos y recuperó la olvidada espontaneidad que tan natural le había resultado en su juventud.

En reemplazo de los hermosos paseos por campos y bosques que de niña realizaba con su madre, Margarita llevó a Margot a pasear por páginas gastadas de libros que mantenía ocultos en un antiguo arcón. Allí en frascos de todos los tamaños aún quedaban restos de hierbas naturales y semillas, de las más diversas especies que conservaban aunque empalidecidos, su aroma y sabor.

Margot aprendió los nombres y a reconocerles la forma, la utilidad, las justas proporciones de cada combinación y hasta supo separar la hierba mala de la que sana.

Descubrió en los cuentos vívidos de la abuela, un mundo de aromas, colores y sensaciones, de cambios inesperados y sorpresas imprevisibles.

Conoció la historia contada por la memoria prodigiosa de la abuela, que en nada concordaba con la oficial y supo la causa real de la existencia de las grandes cúpulas, dentro de las cuales se hallaban las ciudades. ¡Un pasado en el que la vida no había sido por cierto nada aséptica!

Aprendió también a mirar dentro de los ojos para hallar las almas, a salir del cuerpo y vagar invisible sin pedir permiso a nadie ya que nadie podía verla.

En algo concordaban la abuela y los demás: afuera de la cúpula todo era radiación y espanto. Sin embargo..., murmuraba la abuela sin terminar nunca la frase a pesar de los ruegos de Margot.

Conoció las costumbres y leyendas de otros tiempos, dibujó una y otra vez símbolos eternos, pintó un sol que nunca había visto y al lado una luna redonda y poderosa que era según su abuela, la Madre de las hechiceras y Diosa de mujeres. Aprendió a cantar canciones sin tiempo y a leer unos naipes que contaban cuentos.

Pasó el tiempo y los programadores parecieron olvidar el caso Margot. No hubo para ella escuela, ni amigos, ni novio y mucho menos marido.

Al morir su abuela no teniendo que hacer ni donde ir, se quedó en la casa repasando los libros y jugando con los mágicos naipes.

¿De que sirve ser una hechicera si no puedo hacer hechicería?— se preguntaba día tras día

Pasó el tiempo y un buen día aburrida de permanecer encerrada tuvo una idea. En el rincón más luminoso del comedor, en una maceta vieja y cascada sobrevivía un hermoso Ginko, único compañero de vida de Margot. Lo envolvió en su piloto, lo sujetó fuerte a su espalda junto a una mochila cargada con lo indispensable y antes de marcharse de la casa se despidió de todo y, en un último gesto impulsivo, tomó los libros y los naipes.

En medio de la noche silenciosa marchó hacia la salida. Nadie cuidaba la pequeña puerta que unía el afuera tenebroso con la seguridad de la cúpula. ¿Quién sería tan tonto como para atreverse a salir al peligro por gusto propio?

— Nada puedo perder, si he de morir un día tal como es nuestro sino, lo mismo da hoy que otro — se dijo a sí misma y afirmando el paso atravesó la puerta que se cerró silenciosa a sus espaldas sellando para siempre su destino de autodesterrada.

La recibió un desierto tan vasto que parecía infinito, cubierto por un cielo mucho más negro que la oscuridad que conocía. Caminó siguiendo la dirección que eligieron sus pies. — En lo desconocido cualquier rumbo es igual— se afirmó a sí misma para expulsar de una vez y para siempre al miedo.

Nada cambiaba a medida que avanzaba. No se desanimó, continuó y continúo hasta que el cansancio la invitó a sentarse y dormitar. Durante lo que supuso días caminó y descansó, manteniendo, según creía, la dirección elegida. Algo le atraía, no tenia modo de explicarlo, no sabía donde estaba ni qué era, pero más avanzaba, más lo sentía.

Un buen día,(día es un modo de decir en la pura noche), vislumbró el reflejo de una tenue luminosidad. Se acercó temerosa y ansiosa hasta alcanzar a ver un bote del que pendía un farol

— ¿Quien está allí? —gritó.

Ninguna respuesta. Esperó para descubrir si alguien regresaba. Nada.

Pasó el tiempo y cansada de la espera decidió subir al bote. — Si alguien regresa lo mismo es que me encuentre dentro que fuera — pensó. Acomodada en el bote con su Ginko firmemente amarrado a su cintura, se fue durmiendo.

Le encandiló una luz tan sorpresiva como desconocida. Abrió los ojos bruscamente y varias veces tuvo que parpadear, hasta aceptar que un fuego rojo nacía frente a ella en el lejano horizonte. Pasmada de sorpresa quedó con la vista fija en el rojo disco de fuego que subió a lo alto del cielo y mutó al naranja, al rosa, al amarillo, llenando de luz todo alrededor. Sintió el suave mecerse del bote y por primera vez miró debajo. Un espejo cristalino la sostenía, ondulando sereno al vaivén del bote.

Impulsivamente llevó su mano allí, intentando acariciar su reflejo y se sorprendió de su humedad y transparencia. La imagen se quebró en mil fragmentos, levantó la mano asustada y vio gotas cristalinas deslizarse por sus dedos. Los acercó curiosa a su boca y bebió de ellos. No tenia sabor alguno, ¡sólo refrescaba!

— ¡Esta ha de ser el agua de la que hablaba la abuela! — Divertida, bebió a grandes tragos, riendo de placer frente a un sabor tan distinto a todo lo conocido. Dio de beber al Ginko.

— No sé qué es, pero me agrada. Si es algo malo moriré y nadie cuidará de ti, lo mismo da que te dé o no de beber.

El bote encalló en una orilla rocosa tras la que una amplia llanura dorada la tentaba a descender. Pisó despacio el suelo brillante, disfrutando al ver sus pies hundirse en él.

Sujetó un puñado de esa tierra fina como cristales de miel y la acarició mirando como se le escurría entre los dedos. Rodó por ella, jugó hasta hartarse y luego recorrió los alrededores en busca de algo o alguien a quien preguntar dónde estaba.

Encontró algo verde y alzando los ojos descubrió más verde naciendo salvajemente. Destacando en el verde había azules, rojos, amarillos, naranjas, frutos jugosos que saciaron su hambre, flores perfumadas que le embargaron el alma de una alegría jamás sentida.

Algo atrajo su atención: una criatura pequeña de cuerpo largo y alas transparente que agitaba el aire en una danza hermosa. Sintió patitas en sus pies y miró asustada descubriendo otro insecto nunca antes visto, que ascendía a paso tranquilo por su pierna desnuda. Aquí y allí, en desorden azaroso, restos de tantas cosas desconocidas amontonadas, parecían aguardar su inspección...

Se le ocurrió que dado que ninguna otra persona parecía habitar en las cercanías ni en las lejanías, bien podía usar lo que tenia a mano para construirse un sitio donde estar. Primero como acto de fundación decidió plantar al Ginko, ¡también él merecía cambiar de hogar! Lo trasplantó con cuidado buscando el mejor sitio, cerca del agua y el sol, pero no tanto como para que de exceso de novedad el pobre desfalleciera.

— Bien he aquí nuestro nuevo hogar — le dijo una vez concluida la tarea.

Construyó una choza redonda como el sol que la alumbraba. Una puerta que alguna vez había pertenecido a algún vehículo, le sirvió de entrada. Un tronco carcomido le hizo de repisa y dos cubos, cuyo anterior destino ignoraba, le hicieron de bancos.

Sola y sin vigilancia decidió probar su magia. Invocó primero a los poderes antiguos, pidiéndoles que le ayudaran a recuperar la vida de las semillas que guardaba en sus frascos, y, segura de ser escuchada, las plantó llena de amor y esperanza en prolijas hileras separadas. Cada día les trajo agua para que bebieran e hizo canaletas para el riego.

Invocó luego al espíritu del agua para que librara a la tierra de sus tóxicos y al de la tierra para que le ayudara en su tarea.

Llamó al viento por todos sus nombres sagrados y le pidió que invitara a los pájaros para que cantaran sus dulces trinos y rompieran el silencio que desde hacia tanto la embargaba.

Transcurrió mucho tiempo, Margot se transformó a la par del paisaje.

Crecían hierbas y flores como arrugas en su piel. Los callos de sus manos tenían la profundidad de la tierra arada y su risa cantaba en el coro de trinos recibiendo al sol cada mañana. El Ginko majestuoso crecía y daba hijos y el azul del agua reflejaba los tonos del cielo. El aire con sus vientos barría olores viejos y llenaba de aromas nuevos, todo a su paso.

Una tarde, al caer el sol, vio por primera vez nacer las estrellas y supo en entendimiento mudo que la vida retornaba en la tierra y un nuevo ciclo comenzaba.

Desplegó sus naipes sobre la arena y les miró sentada en medio. Una luz desconocida, desde el cielo, descendió blanca y majestuosa a dibujar un círculo alrededor del suyo y un silencio profundo despertó una voz en su alma.

Eternidades de hechiceras se unieron en su canto y del sonido surgió una fuerza desconocida que cubrió todo y lo penetró.

Sumida en la melodía se sintió amada y amó, su amor ilimitado se desparramó en los naipes y ellos comenzaron a vibrar hasta transformarse tanto, que las figuras cobraron vida y saliendo de sí mismas como un suspiro emprendieron su viaje por el espacio en todas direcciones.

Un coro de voces tronó desde todos los sitios — ¡Gracias Margot! — y Margot supo que al fin era una hechicera completa.

Sonrió feliz como nunca había sido. Los naipes desaparecieron todos menos uno, en él se dibujo el rostro sonriente de Margarita invitándola a seguirla. En su falda los antiguos libros yacían a la espera de ser leídos. Margot dijo en un dulce susurro: — Sin embargo... sin embargo, querida abuela, la vida nunca permanece quieta.

— No, mientras permanezca vivo nuestro misterio de hechiceras — respondió la anciana tendiéndole la mano.

El Ginko erguido y majestuoso agitó sus hojas despidiendo a Margot que ahora le sonreía desde un naipe escondido en el hueco de su tronco nudoso, a la espera de la próxima hechicera.

© Ana Cuevas Unamuno- 2000

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