LA TRAMPA DE LAS OVEJAS

                          

  Un cuento de Laura Devetach

Era horrible aquella noche. A Margarita le ardían los ojos y el corazón hacía ruido de animalito encerrado.

La abuela se iba a otra ciudad por mucho tiempo, y no y no, ella no quería, se sentía demasiado sola. Las lágrimas salían calientes de los ojos calientes.

La abuela ya le había dicho que regresaría y volverían a estar juntas.

Todos le habían asegurado que iba a volver algún día. Pero a Margarita no le interesaba nada que volviera.

Ella lo que quería era que no se fuera. No quería que la dejara.

—¡No y no! —se llenaba las manos con puñados de sábana, con puñados de almohada mojada de lágrimas.

El sueño llegaba como un peso sobre los ojos pero, de un salto, se volvía a ir.

—Duérmase mi niña –había dicho la abuela—. Pronto volveré.

Pero Margarita sentía un dolor muy grande, una falta de cielo, se sentía como en un campo sin nada de nada. Estaba muy cansada y no podía dormir.

—Algo pasará. Algo rarísimo va a pasar y la abuela no podrá irse
–decía—. Sí, algo va a pasar.

Cerró lo ojos para tratar de dormir. Entonces se acordó de las ovejas.

Tenía que empezar a contarlas de a una, suavemente, dándoles tiempo para saltar un pequeño cerco. Así se lo había enseñado la abuela.

—Si no se puede dormir, una tiene que contar ovejas, Margarita.

—¿Cuántas?

—Todas las que hagan falta.

Margarita empezó por traer una oveja apretando fuerte los ojos. Tan fuerte que saltaban chispas doradas y gusanos fosforescentes por el lado de atrás de los ojos.

A la oveja le costó saltar el cerco. Ya del otro lado, se volvió a mirar para tras como si hubiera olvidado algo.

—Bueno, que se vaya, andate oveja, si no, no viene otra y yo necesito muchas, muchas.

Pero la oveja quedó allí, esperando.

Con un esfuerzo, como si la trajera arrastrando suspendida por las lanas del cuello, Margarita trajo otra, que también saltó.

Entonces la primera desapareció de un brinco empujada por la segunda. Y apareció la tercera, un poco dudosa todavía, pero después siguieron de a dos, de a tres, de a miles.

Eran como chorros de ovejas, bandadas, ejércitos, ventarrones, tifones con patas. Hacían temblar todo como los búfalos de las películas de vaqueros.

Con la habilidad de una vieja pastora, Margarita las fue conduciendo y amontonando en la terminal de colectivos, a la salida del pueblo y en la ruta llena de curvas que iba a la ciudad.

Un mar de ovejas taponaba todo camino posible. Olor de oveja, de pis de oveja, de bee bee de ovejas. Todo tan apiñado, apretado y compacto como para que nadie, nadie, pudiera salir del pueblo ni irse a ninguna parte nunca más en ningún colectivo.

Margarita, dormida, respiraba entre sollozos. Pero una sonrisa empezó a aparecer en la esquina de la boca.

En el fondo sabía que la abuela iba a partir a pesar de la trampa de las ovejas. La veía abrirse camino, despidiéndose.

La saludaba con el brazo en alto, sin ninguna duda.

Margarita respondió moviendo apenas los dedos. Como si de ese modo pudiera evitar algo.

Ahora que la abuela ya no estaba, había que mandar a dormir una por una a cada oveja. Eso llevaría tiempo. Las ovejas no retroceden fácilmente. Se empacan, piden comida, hay que empujarlas por las ancas, tironearlas por las lanas del cuello. Son una verdadera trampa.

Margarita empezó a trajinar con las ovejas, suspirando. A hacerlas trotar, a deshacer rebaños para que el camino quedara despejado y limpio. Y, también suspirando, empezó a esperar que la abuela regresara a buscarla, con el brazo en alto, por la punta del camino.

(De El enigma del barquero, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 2000, Colección Pan Flauta)

Bibliografía y algo más de la autora, ver acá

 

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