Mundos... Mundos...

El cielo se abre celeste, casi sin nubes. Debajo, el bosque y el prado verde de pasto fresco y cimas pequeñas, onduladas como las olas del mar. La tierra con olor a rocío brota en flores que señalan la primavera naciente. El sol emerge del limite de los mundos, la luna acaba de esconderse; en un espacio mágico los astros del universo se han encontrado en un instante de amor, el mundo recibe sus dones. El hombre está dormido.
La niña corre por el prado sintiendo bajo sus pies descalzos el fresco del pasto mojado, el blando de la tierra húmeda. Abre los brazos y recibe en medio del pecho el primer rayo del disco dorado de los cielos.
Más allá, el lago despierta, las aves se acercan a beber, los animales cumplen sus rutinas, los árboles sacuden la modorra y los pájaros irrumpen ensordeciendo al silencio nocturno con su coro de melodías.
La niña corre casi desnuda, no teme nada, es libre y ríe, ríe a carcajadas...
El cielo la cuida cubriéndola, la tierra la cuida nutriéndola, ¿que más puede pedir?. El mundo se reduce a su espacio verde y fresco, la vida a danzar y reír. Todo esta bien en su mundo...

El cielo debe ser celeste y casi sin nubes, ¿cómo saberlo si el hollín de las chimeneas cubre la vista? El prado está asfaltado, los pájaros huyeron y solo unos pocos, tras sus barrotes, entonan su lamento a la perdida libertad. Los árboles están tiesos, los animales domesticados.
El hombre sigue dormido pero se cree despierto; no ve, no oye, no huele, no toca..., corre en pos de un hambre imposible de saciarse. Corre haciendo para no hacer. Teme todo, su panza no ríe, no ríe su corazón.

La niña mira por la ventana de un rascacielos. ¡Que pequeño es el hombre, que inmenso el cielo!, piensa mientras descubre el pálido reflejo de un sol lejano e invisible. Su pecho tiene frío, no hay rayos que la toquen, ni susurros de hojas, ni piares, ni aromas.
¿Seguirán los astros teniendo su instante pleno de amor eterno? ¿Habrá alguien que sienta los dones que al mundo le entregan?

La niña tuvo un sueño...
El cielo se abría celeste casi sin nubes, debajo el bosque y el prado verde de pasto fresco y cimas pequeñas, onduladas como las olas del mar.
Se vio la niña casi desnuda, corriendo, riendo, riendo a carcajadas, y abrió sus brazos al cielo para recibir el primer rayo del dorado astro de los cielos...
La niña despertó, giró los ojos, detrás de la ventana un cielo que podría ser celeste se cubría con el hollín de las chimeneas. Dos lágrimas escaparon de sus ojos mientras una sonrisa asomaba en sus recuerdos.
© Ana Cuevas Unamuno




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