Los Pies Desnudos

                                                 Un cuento de Silvina Ocampo.- Argentina

Esas peleas servidas como fiambres del día anterior son las peores, nos atan a un malestar hecho de nudos dobles, imposibles de desha­cer, tienen la consistencia pegajosa de las cataplasmas, pensaba Cristián Navedo, mientras agravaba el desorden de su escritorio apilando libros y papeles nuevos, cuya presencia agrandaba las cor­dilleras que crecían sin cesar sobre la mesa. Tenía el temor constan­te de morir asfixiado debajo de los papeles perdidos para siempre en el desorden, papeles que se buscan y no se encuentran nunca, por­que nadan en una zona indefinida de otros papeles detrás de los es­tantes, enredados para siempre en la obscuridad de los rincones empolvados de tierra. Y sin embargo, le habían enseñado de chico a ser ordenado, a doblar la ropa sobre una silla al acostarse, a guar­dar los cuadernos y los lápices en el cajón del pupitre, y más de una vez lo habían dejado sin postre. Pero todo eso no había hecho sino agravar su desorden, todo eso no había servido más que para ense­ñarle a ordenar su desorden, fervorosamente.

Cristián guardaba todo, hasta algunos de los cuadernos de su infancia, y sin embargo vivía en una perpetua angustia de haber perdido todo. Detrás de ese regimiento indisciplinado de cosas ha­bía toda una vida frondosa que se extendía en profundidades inson­dables; guardaba todo, hasta las peleas abortadas el día anterior; pero eran lo único que volvía a encontrar; no se le perdían nunca: las peleas, siempre las peleas con Alcira (las tenía todas registra­das, como en un libro de cuentas).

Se conocían desde hacía poco tiempo, pero ese tiempo parecía ha­ber nacido junto con ellos, tan hermanos se sentían. Y de pronto, co­mo asesinos lentos que entran de noche a una casa, las peleas se ha­bían introducido dentro de los días, traicioneramente. A medida que iba creciendo en ellos el amor, crecía la desconfianza y esa desconsi­deración prolija que trae consigo el amor: como los pliegues de un traje mal planchado que no se borran con nada, se intercalaban los pliegues del mal modo de los gritos y del silencio; todo equivalía a un Insulto. Así se había instalado entre ellos un mutuo desacuerdo que disminuía en forma de resentimiento mudo a la espera de otra rabia.

Cristián extrañaba secretamente sus amores confiados, distan­tes y distintos. Era tan fácil confiar en lo que no le importaba dema­siado. Esos amores de confiterías, de esquinas de almacenes, de pla­yas, que no le robaban nada, ni sus paseos por las mañanas al sol, ni sus horas vacías, ni la soledad que lo llevaba a tientas al lado de los demás seres, ni las visitas a casa de sus primas, ni la generosi­dad divina del tiempo, ni su desgracia de estar siempre solo.

Se acordaba de Ethel Buyington y de la relación inconsistente que los había unido durante un mes. Qué sensación de irrealidad le había dado esa inglesa transparente que le confió su vida la prime­ra tarde sentados en el banco de una plaza. Le había contado su in­fancia en un colegio de Londres. En casa de sus padres no vivía más que cuatro o cinco meses, durante las vacaciones. Había escrito una novela a los catorce años y debajo de su cama tenía una caja que contenía todos sus tesoros: una muñeca, un museo que consistía en una cajita con muchas divisiones donde coleccionaba toda clase de curiosidades: una mariposa, las puntadas de una operación de apendicitis, una piedra anaranjada, un caracol, un diente de leche, los ojos de una muñeca, y después la novela y después dieciocho poemas dedicados a su muñeca.

Ethel terminó los estudios más ignorante que antes y se fue a viajar por las costas de África con una familia francesa. Durante su ausencia se le murió la madre; las hermanas vendieron los muebles y la casa donde habían vivido. Recibió la noticia un mes después; sus tesoros se perdieron en la mudanza. Cuando volvió a Inglaterra no encontró en ninguna parte su cuartito cubierto de vuelos de pá­jaros y de flores; habían vendido hasta las cretonas. No encontró en ninguna parte el museo de cajas debajo de la cama. Ya no tenía ca­torce años ni en sus retratos de antes, ya no podía escribir ni sentir como entonces. Se hizo bailarina y bailaba con los pies desnudos pa­ra no tener que depender de los zapatos de baile que se pierden en los viajes debajo de las camas de los hoteles. Ethel tenía razón.

Pero él, Cristián ¡necesitaba tal equipaje! ¡Tal regimiento de li­bros, de cuadernos y papeles para hacer cualquier cosa, tal regi­miento de zapatos para usar al fin y al cabo siempre los mismos y no bailar con ellos!

¡Oh!, la felicidad de los bailarines contorsionistas y pruebistas que no necesitan llevar sino su cuerpo! Pero Alcira, pensaba Cris­tián...

 

Sobre la autora

Silvina Ocampo (1903-1993) nació en Bue­nos Aires. Desde joven estudió dibujo y pintura; uno de sus maestros fue Giorgio De Chirico. Publicó por primera vez en 1937 (Viaje olvidado). En 1940 se casa con Adolfo Bioy Casares y ese mismo año compila con éste y con Borges una Antología de la literatura fantástica. Sus poemas y cuentos aparecieron en la revista Sur que dirigía su hermana Victoria. Entre más de veinte obras publicadas vale recor­dar: Enumeración de la patria (poemas), Los que aman, odian (novela policial en cola­boración con Bioy, Emecé, 1945) y Los traidores (teatro, en colaboración con J. R. Wilcock). Recibió el Premio Munici­pal de Poesía y el Primer Premio Nacio­nal de Poesía. Realizó numerosas tra­ducciones del inglés y el francés y, a su vez, fue traducida a varios idiomas.

 

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