El abrazo del juglar

Felipe no sabía leer. Era torpe, sucio, me molestaba. Justo al lado de casa se le ocurrió ir a vivir. Cada tarde mientras él acomodaba la basura recogida durante el día, yo sentada en el pasto del jardín leía. Por fastidio leía en voz alta para que él supiese que yo era inteligente, distinta. Pasaron años, nunca hablamos. El cataclismo duró un eterno instante, nada quedó en pie, ni la casa, ni el jardín, ni el pueblo, ni mis ojos. Una mano tibia secó mi llanto, arrullándome amorosamente con palabras rescatadas de mis libros ahora perdidos.

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