Cuento: Amor: El río Almendares, ahora en su edad madura, tiene 12 millones de años

 

Calvert Casey (Cuba)

Todo el furor, la sorda ira contra mí y contra ella, se apagaron mucho antes de que el ómnibus llegara al puente, donde me esperaba, incluso mucho antes de que los primeros edificios de La Habana dejaran ver su monótono perfil brillando bajo ese sol terrible que no nos abandona nunca.

Recuerdo mal en qué momento se produjo el incidente. Ojalá se repitiera. Ojalá se repitiera muchas veces. Vi desaparecer la dureza en los rostros de los pocos que presenciamos la escena, cambiarse el letargo de los largos viajes por una inquietud molesta, una zozobra que los hizo mirar, mudar de posición en sus asientos, sonreír alterados, quizás avergonzados.

Yo iba de pie en la plataforma, oí voces, miré y vi a la anciana besar y acariciar, sacudida por el llanto, la mano de un hombre que le ofrecía un cigarro. No pude saber si el hombre le ofreció el cigarro para calmarla, o si ella le pidió el cigarro y rompió en un llanto convulso y contenido, con grandes suspiros, agarrándole la mano y besándosela. El hombre no sabía hacía dónde mirar, se reía turbado, pero al mismo tiempo se le veía conmovido por lo que pasaba. La anciana sostenía el cigarro y lloraba silenciosa sobre el puño del hombre.

–¡Qué bueno, qué bueno!– decía con voz ronca cuando la dejaba el llanto, al parecer inagotable.

El hombre le tocó un hombro, torpemente.

–Cálmese...

Debió acordarse de que llevaba un encendedor en el bolsillo y logró extraerlo y encenderlo con la mano que ella le dejaba libre.

La anciana se calmó, se llevó el cigarro a los labios y lo encendió sin soltar el puño del hombre. Le temblaban la mano y los hombros. Vi que a pesar del aire que entraba con violencia por las ventanillas, encendió el cigarro con mucha destreza, inclinando la cabeza instintivamente hasta situar la punta frente a la llama que amenazaba apagarse, y aspirando profundamente. Entre una y otra pequeña convulsión de los hombros arrojó una larga bocanada de humo antes de que el viento apagara la mecha.

Esto pareció sosegarla. Sollozó en silencio una vez más y luego soltó lentamente el puño del hombre. Su mano resbaló por los dedos, como acariciándolos. É1 la tocó de nuevo en el hombro y luego se enderezó aliviado.

La anciana vestía con suma pulcritud. Tenía la boca atrozmente sumida, sin dientes. Sostenía el cigarro uniendo los labios y eso le reducía más aún el tamaño de la cara. Se secaba el resto de las lágrimas con un pañuelo ya muy mojado, pero muy limpio. Un anillo barato le brillaba débilmente en un dedo. Todo en su persona, la blusa almidonada, el cabello blanco bien recogido, respiraba limpieza. Era más bien gorda. Los ojos sin brillo paseaban de vez en cuando una mirada indiferente.

Volví a preguntarme si se conocían y si una conversación previa al momento en que yo subí al ómnibus había provocado el llanto ahogado e inconsolable, o si el hombre le había ofrecido el cigarro para calmarla, iniciada ya la crisis cuyos primeros momentos yo no había visto. Absorto en una idea fija, no había reparado en nada hasta que oí los primeros quejidos.

El ómnibus se vació un poco en una parada y pude sentarme varios asientos delante de ellos, casi detrás del chófer.

Era difícil saber qué efecto había causado la escena entre los demás pasajeros. El ronquido del motor y la velocidad a que iba impulsado el ómnibus, y quizás el calor sofocante, comunicaba a cada rostro un extraño ensimismamiento. Todos miraban hacia fuera, como si quisieran evitar mirar a los demás, o como si esperaran algo.

Me oí respirar con dificultad, con la respiración acortada del que trata de impedir las lágrimas, perturbado pero extrañamente aliviado. Una sombría determinación me había hecho subir al ómnibus, ir a su encuentro. Habrá que impedir el asunto a toda costa. Tiene que tomar algo. Ya se lo dije. Buscar un medio, debe haberlo. Es monstruoso condenar a alguien a vivir, arrojarlo al mundo o desaparecer donde nunca me encuentre. O quitarnos la vida. Pero hay medios, tiene que haberlos, tiene que tomar algo. Me prometió hacerlo. Pienso siempre en el choque del cuerpo contra el pavimento, el desorden y la suciedad; en el cuerpo que cuelga del balcón, qué extraño, una horca en medio de la ciudad, a la vista de todos, como una horca en medio del campo, para escarmiento, como en las edades antiguas.

Pero todo eso se borró bruscamente. Logré serenarme. Cuando el ómnibus se acercó a la parada, la vi ya un poco lejos de donde nos habíamos dado cita, casi al comienzo del puente. Me pareció increíblemente frágil y fea, con el cabello largo y ralo, en una tentativa frustrada de peinado, las uñas comidas, las medias rodadas, el vestido como siempre, maltrecho. La miré como si la viera por primera vez. Allí estaba, mirando los árboles, con una expresión que pretendía ser meditativa. Más allá de los árboles corría el río, muy abajo, hediondo ya de mosto cuando llega al puente, sucio, cargado de una nata verde que el sol pudre y que como nunca llueve jamás se diluye. Me había dado cita allí, para ella el más romántico de los lugares. Pensaría seguramente algo apropiado al encuentro, que sería de una cursilería de la que sólo ella era capaz, y que yo conocía tan bien, aprendida en las novelitas grasientas manoseadas por miles de manos en las librerías de Reina, y que en ciertos momentos era capaz de provocar la náusea.

–Llegaste– me dijo.

La abracé fuertemente por la cintura y ella me miró con ojos furtivos. Comenzamos a atravesar el puente. Más allá del parque, entre los árboles, se veía negrear el río, casi detenido e infecto, despidiendo un vaho húmedo de calor y mal olor.

Hacía un calor aplastante. El tráfico de autos, ómnibus y camiones que se precipitaban con violencia hacia la ciudad, o salían de ella como impelidos por la furia, levantaba ráfagas súbitas de aire caliente y arrojaban polvo sobre nosotros. Por unos instantes el ruido nos impidió oírnos. Detrás de las nubes, el sol enviaba un resplandor exasperante.

Nos detuvimos al llegar a mitad del puente. Debajo de nosotros estaba el parque verde e inmóvil. Los árboles impedían ver el suelo. Pensé que cualquiera que cayera desde el puente quedaría preso entre las ramas, gimiendo quién sabe cuántas horas o cuántos días, con sus gritos ahogados por el ruido, como los moribundos en las cercas de alambre de la primera guerra.

Le pasé el brazo por los hombros y la estreché con fuerza hasta hacer que se volviera hacia mí, pero sin mirarla. Alguien que pasaba a toda velocidad hizo sonar un claxon y gritó.

–Todo el mundo nos ve.

–Que nos vean.

El tránsito sobre el puente pareció duplicarse. Ahora era ensordecedor.

–Deja vivir al niño.

No debió oírme porque hizo un gesto como de quien no ha comprendido. Tuve que repetírselo.

Comenzó a golpearme de pronto, con una violencia histérica, primero con los puños y luego con la cabeza y la cartera, que se abrió. Todo se desparramó por el suelo. Sus movimientos eran tan ridículos que tuve que reírme mientras luchaba por recoger sus cosas –un pañuelo anudado, un creyón gastado, medias rotas– y agarrarla por los puños. Sentí el golpe duro de un zapato cerca de la oreja. Cerré los ojos un instante en que todo me pareció negro. Cuando logré recoger la cartera me abalancé hacia ella para dominarla, abrazándola. Sentí de nuevo la oleada de ternura arrastrarme. Quizá si era lo bastante poderosa nos arrastraría a los dos hasta el río.

–¡Cálmate, cálmate!

Los curiosos demoraban la circulación por el puente. Oí una tempestad de cláxones y de gritos. Desde un auto un hombre nos miraba, sonriendo y avanzando con lentitud como una fiera satisfecha. El tráfico que huía de la ciudad se precipitaba incontenible por la otra banda.

Pero por el lado donde estábamos se paralizó por completo. El auto del hombre se apagó. Sin dejar de mirarnos fijamente, trataba de arrancar de nuevo, con calma. Oí exclamaciones de estupor, risotadas. De un vehículo algo distante bajaron varios hombres jóvenes y nos rodearon, mirándonos' con expresión de regocijo. Uno de los hombres recogió un zapato del suelo y lo sostuvo, sonriendo. Logró desprenderse de mis brazos, y antes de dominarla de nuevo pude ver los dedos de un pie saliéndosele por la media destrozada.

El hombre logró arrancar el auto y bruscamente la fila comenzó a avanzar. Un taxi viejo, casi destruido, se detuvo. Se abrió una puerta. Sin separarme de ella la arrastré por los puños y la hice subir con violencia. Para que entrara tuve que golpearla en la boca. Vi que el chófer era un hombre muy negro y muy flaco. Sin mirar hacia atrás, se aseguró con la mano de que la puerta había quedado cerrada y arrancó.

–¡Qué calor!

Mientras ella se debatía contra mí entre la furia y los primeros síntomas del aborto, mordiéndome el pecho, comencé a besarle frenéticamente el cuello empapado en sudor, el triste cabello sucio y ahora deshecho, mezclando mis sollozos y el polvo, súbitamente vivos los recuerdos de las torpes primeras tardes de sudor y semen.

Antes de que el auto dejara atrás el puente, sentí otra ráfaga de aire sofocante. Sobre los estremecimientos del viejo taxi, las manos del hombre temblaban.

© Editorial Seix Barral, S.A.

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