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Mostrando entradas de octubre, 2012

Una señora

  Un cuento de José Donoso (Chile) No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba un barrio popular. Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún tranvía cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las calles. No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía

El hombre de mis sueños

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  un cuento de Rosa Montero Es uno de esos ascensores de acero desnudos y herméticos. No hace frío aquí dentro, pero las paredes despiden un aliento gris y glacial, como de congelador de un matadero de reses. Subimos y subimos, y lo único que me hace percibir el desplazamiento es el parpadeo luminoso del contador de pisos electrónico: vamos por el segundo, por el tercero, por el cuarto. El hombre que entró justo antes de que se cerraran las puertas está junto a mí, pero sólo le veo los zapatos; en un ascensor, y con extraños, uno siempre mira al suelo o al cielo. Lleva unos mocasines marrones no demasiado limpios, pantalones de pana.   Pasamos por el quinto sin parar. No recuerdo qué botón ha apretado el desconocido. Pero no, un momento: ahora caigo en la cuenta de que no ha pulsado ningún piso. Siento frío, más frío, el aliento helado de] metal. Levanto la cara: él me está mirando. Debe de tener más o menos mi edad: el pelo canoso, el perfil seco y duro, los labios cruzados por una

CELEBRACIÓN DE LA FANTASÍA

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé que aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano. Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón. Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca: -Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo -Y anda bien -le pregunté -A