MATÍAS Y EL MAR

Un cuento de Ana Cuevas Unamuno

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Espuma y arena, dos pies balanceándose rítmicamente.

Las nubes trazan diseños que sólo ellas comprenden, el sol se oculta entre destellos de fuego.

Matías mira a lo lejos, más allá de la frontera inasible del horizonte, más allá del origen de las estrellas, indaga el punto primero, el centro invisible, el aliento.

Ha dejado su huella en la arena durante días enteros, conoce las caracolas que le salen al paso y los berberechos que se ocultan bajo sus pies. Ha seguido el vuelo de las gaviotas hasta perderlas de vista y las ha aguardado hasta verlas volver.

El cielo oscurecido brilla en diseños extraños. Entre las sombras de la costa una ola traza un arabesco y escupe una forma, Matías sonríe, ¡podría ser un pez! Se acerca, se detiene; un anciano sonriente le está mirando. Matías avanza, avanza el anciano, sus cuerpos se encuentran, el anciano es agua. Matías aspira salitre y sonido, rodeado de rocas, arena y espuma, bajo un cielo negro pintado de estrellas, sin nubes, sin luna.

Matías tiene ojos grandes y oídos profundos, un cuerpo desgarbado y un dolor antiguo. Más antiguo que sus años, más hondo que la cuenca del mar, más sutil que la niebla de la mañana. A Matías le duele mojar sus pies en las lágrimas vertidas durante cientos de generaciones y le duele el hambre que hace ya tiempo hunde las carnes, hincha los vientres, y ya no lastima harta de reclamar ser saciada.

El mar se ha enfurecido con los mortales y les niega tributo. El pueblo está muriendo de hambre. Matías quiere elegir como morir.

— Tómame en sacrificio, aliméntate de mí y comparte tu alimento con los míos — suplica día tras día, noche tras noche

Matías le pregunta al mar si querrá tragarlo esa noche, se ofrece a la espuma, se entrega a sus olas como una concha vacía que no opone resistencia dejándose colmar.

Pero el mar nunca ha querido recibirlo, una y otra vez lo devuelve vencido sobre la arena fría de cada madrugada, donde el sol naciente lo baña en oro y fuego, secándole las lágrimas tan saladas como el agua que lo rechaza.

Matías corre para sumergirse, las olas le empujan y le obligan a regresar. Matías salta pero el agua inquieta le esquiva. Quiere entonces aprender a volar, si cae más adentro, si cae desde lo alto, quizás el mar acepte recibirlo, pero no tiene alas y su cuerpo pesado se estrella en las rocas, que cuidadosas apenas lo rozan, nunca lo lastiman.

El templo estrellado cubre su cabeza de rizos morados. La luna esa noche, completa y brillante, lo mira mirar. Delante, en las aguas, un bote se mece, la luna lo acuna en sus haces argentos trazando un sedero de luz rodeado de oscuridad.

Matías se sube y comienza a remar. Un camino ancho de plateada espuma lo conduce lejos, muy lejos, allá, donde el sol se oculta, donde el horizonte cuenta de un final.

Matías rema, rema sin parar, rema noche y día, soñando con el centro invisible, el punto de origen, el aliento. Rema esperanzado en llegar al centro donde el mar por fin acepte su ofrenda. Rema sobre los rayos dorados del sol, rema por las sendas bruñidas de la luna y por los senderos titilantes de las estrellas, rema en los negros caminos de la noche y en los grises matices de las tormentas, rema atravesando el frío y calcinando el calor, rema sobre aguas serenas como espejo, rema sobre aguas turbulentas, rema sobre olas inmensas y sobre ondulaciones imperceptibles.

Matías remando descubre que sabe remar.

Su pelo ralea, sus huesos son bronce, sus ojos están llenos de memorias, su boca sonríe surcada de arrugas, ya llega, ya llega a una dorada línea fina de arena donde una vez más lo devuelve el mar.

Matías solloza lágrimas saladas. Extiende sus manos, su vista en la espuma, sus pies en la arena. Matías se rinde, se inclina, agradece al mar haberle enseñado que sabe remar.

El mar se eleva en ola y espuma. Matías suspira.

Un anciano sonriente le está mirando. Matías avanza, avanza el anciano, sus cuerpos se encuentran, el anciano es agua. Matías aspira salitre y sonido, rodeado de rocas, arena y espuma, bajo un cielo negro pintado de estrellas, sin nubes, sin luna.

Amanece. Matías no está.

Salen las barcas cargadas de redes. Regresan de noche cargadas de peces, bajo un cielo negro pintado de estrellas y una luna tímida que mira a Matías agua, espuma, salitre y risa de mar.

©Ana Cuevas Unamuno

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