Ese maldito gusto por la música

 

Un cuento de  Lucrecia Maldonado (Ecuador)

Para Modesto Ponce

Es cierto que no son horas de llegar, es cierto también que por lo menos debí haber llamado, que el hecho de que tenga más de treinta años no me justifica de hacer lo que me da la gana, por lo menos mien­tras viva en esta casa, porque el que vive en una casa decente y sobre todo la que vive en una casa decente tiene la obligación de reportarse y de no hacer nada que parezca incorrecto porque es absolutamente im­pensable que a mis años, y con la formación moral, ética, católica, apostólica, romana y marianista que me has dado yo vaya a cometer cualquier desaguisado de esos que solamente los cometen vos ya sabes quienes. Es cierto, pero antes de que me sueltes todo el rollo que para ahorrarte el trabajo ya te lo he soltado yo, déjame explicarte, déjame sentarme un ratito aquí y mirarte a los ojos, a esos ojos que todavía son hermosos, que todavía miran profundo, como seguramente lo miraron a mi papi alguna vez en el pasado, alguna noche de frío, algún momento de desconcierto. Déjame ir hacia la radiola vieja, no el equipo nuevo con todo y CD que te regalamos por el último día de la madre en atención a tu impecable gusto por la música de los grandes maestros, y también para que escuches versiones regrabadas de tus tríos Los Reales y Los Brillantes que sí saben de música nacional, no como esa música chiche­ra de los otros, no tampoco el tres en uno que nos compraron vos y mi papi cuando íbamos entrando en la adolescencia y venían las fiestas y bailábamos sugar sugar y después Gary Glitter y vos ya me decías cuidado Isabelita no te pondrás esas faldas tan cortas y provocativas, en­tonces yo me ponía un overol de mecánico con una blusa de granjero de Iowa y vos te ponías hecha un brazo de mar y después se te llenaban los ojos de lágrimas y murmurabas para nadie «cómo me gustaría que se arreglara un poquito, parece de esas hippies de la calle, así quién se va a fijar en ella», pero bueno, esa es otra historia, yo quiero que vengamos ahora a la radiola de cuando éramos chiquititos, que saques los discos con que nos arrullabas mientras nos dabas la papilla de plátano con limón, esa música que la María decía que era de muertos, que mejor te consiguieras algo de Julio Jaramillo, de Leo Dan o de Palito Ortega. Pero vos nada, dale que dale con tu Bach y tu Vivaldi y tu Mozart y tu Chaikovski y mi papi también dale que dale con su Ravel, su Ponce y su Villa-Lobos, y nosotros desmamantándonos con eso para que después en la escuela y en el colegio unos que tenían el triple de plata que noso­tros nos dijeran raros y nos dijeran hechos los muchos y nos dijeran que esa música no les gusta porque no entiende, como si fuera de entender la música, te das cuenta, pero no me pongas esa cara, mejor pon uno de esos Concerti Grossi que hacen parar los pelos de todo el cuerpo de la pura belleza pura y déjame seguirte contando mientras el disco se abre con el scratch scratch de huevos fritos porque entre la papilla de pláta­no y limón con Bach y este momento han pasado muchos años, exacta­mente una treintena, mami, una treintena en la que también aparecie­ron los Beatles, Serrat, los Inti Illimani, Víctor Jara, Mercedes Sosa, los Quilapayún y la Nueva Trova Cubana, tantas cosas que aparentemen­te eran distintas pero en el fondo eran tan iguales, y aunque vos te hi­cieras la recta, la católica, la conservadora y la qué sé yo qué más, bien que te emocionaba verme enguitarrada en los concursos intercolegiales repitiendo aquello de yesterday tu nombre me sabe a yerba corazón mal­dito te recuerdo Amanda gracias a la vida el pueblo unido jamás será vencido muchas veces te dije que antes de hacerlo hay que pensarlo muy bien y dónde pongo lo hallado, aunque después te tranquilizara ver que pese a mi linda voz como decía todo el mundo la cosa no iba por ahí y te horrorizaba que me fuera a los festivales y a los conciertos sin saber con quién ni qué iba a hacer después ni a qué horas iba a volver y me recibías detrás de la puerta blandiendo una escoba que casi nunca servía para nada más que para asustarme cada vez menos porque creo que ese tipo de conductas te dictaban tus propios terrores, ¿no? Terror de que repitiéramos el año, terror de que cometiéramos pecados morta­les y nos muriéramos sin confesión, terror de que nos metiéramos en las drogas, terror de que nos hiciéramos guerrilleros, terror de que yo, la única mujer, la mimada de todo el mundo, la benjamina, fuera a per­derme en una de esas vueltas en las que vos, pese a tus buenas inten­ciones, a tus ganas de protegerme, a tus oraciones y a tus bendiciones ya no podrías acompañarme. Tanto miedo, mamita, tanto miedo que yo también fui absorbiendo, y si te cuento todo esto es porque de pronto no me vas a entender, aunque veo que ya se te ha suavizado la expresión (¿será Vivaldi?) y que más bien me miras con curiosidad porque segu­ramente intuyes como todas las madres que me pasó algo importante, que me pasó algo inclusive agradable, pero también presientes que no te va a gustar del todo, como nunca te gustó que me matriculara en cuarto curso de Sociales a dónde van los recontra híper ultra vagos en lugar del famosísimo y nunca bien ponderado Físico-Matemático-Químico-Bioló­gico de donde salieron ilustres abogadas, maestras de ciencias sociales, amas de casa y empleadas de banco entre unas dos o tres médicas e in­genieras para sacar la cara; así como tampoco te agradó la idea de que me inscribiera en una carrera tan poco prometedora como la de Litera­tura, pero cuando después me viste tener éxito en mis diversos y varia­dos trabajos se te fue pasando el disgusto de a poquito y hasta llegaste a felicitarme, olvidando las terribles peleas, tus llantos y mis gritos, las enfermedades nerviosas que te iba a ocasionar mi perdición, la preocu­pación porque de qué va a vivir esta guagua, diosmío, y tal vez tenías razón, mami, tal vez la tienes y la tendrás siempre, aunque ahora te pongas contenta y cada vez que traigo un ejemplar de la revista a la casa busques a escondidas mi nombre entre los créditos y te sientas orgullosa sin decirle nada a nadie y a veces todavía suspires, más para mantener la costumbre que para otra cosa «Dios mío, si por lo menos te hubieras decidido por las leyes...» y yo hecha la que nada, pasando de lar­go mientras te ayudo a recoger la ropa limpia del patio, pensando de repente que se te han acabado los consejos y se te han transformado los terrores, sobre todo después de la muerte de mi papi cuando vino la tía Julieta a vivir con nosotros para acompañarte pobrecita viuda a vos y a mí pobrecita huérfana de veinticinco años que necesitábamos tanto con­suelo y solidaridad como si ella pobrecita solterona no necesitara nada de nadie, bien que encontró su oportunidad de tener por lo menos con quien comentar las telenovelas que se traga de dos de la tarde a ocho de la noche y con quien recordar el pasado y con quien hacer sobremesa y chismear de vez en cuando, pero no la culpo, mami, después de todo cada cual vive como puede y tiene derecho de encontrar sus caminos y sus consuelos, por eso mismo sé que al verla de repente junto a nosotros te cambiaron de golpe los terrores y te vino uno solo enorme y doloroso de que yo también me convirtiera en lo que es ella: una pobre y triste Julieta sin Romeo pasado, presente ni futuro, una perpetua casta y pura virgen, aunque siempre pensando que la virginidad hay que per­derla como Dios manda, es decir, después de varios «no» dichos en tono airado al frenético que pretenda robárnosla sin pedirnos permiso, des­pués de por lo menos una petición de mano, y unas cuantas despedidas de soltera, después de las firmas en el Registro Civil y sobre todo des­pués de la bendición del cura, el vestido blanco, la felicitaciones y los regalos de todos los que puedan enterarse -mientras más, mejor- ¿no es cierto? pero yo cada vez más lejos de eso, mamá, cada vez con rela­ciones más esporádicas, más amistosas que nada, y vos y mi tía tratan­do de empujarme al matrimonio pero siempre con mucho temor de de pasito no empujarme a la perdición, sentándose a tomar café conmigo y con cualquier amigo que trajera a la casa y casi siempre echándolo todo a perder de un plumazo, sufriendo porque mi primera relación medio amorosa en los ya lejanos años universitarios era un hippie melómano (igual a ustedes) y drogadicto a quien mi alma cristiana quiso inútil­mente salvar del fango del vicio pero él terminó salvándose solo cuando se casó con una chica que ya llevaba cuatro meses de embarazo, y ahí acabó todo de una vez y para siempre, pero eso pertenece al pasado, como dices vos misma, gracias a Dios pertenece al pasado, aunque el presente sea a veces tan oscuro y una termine haciéndose tantas pre­guntas siempre que comenzaba a surgir alguna ilusión después aborta­da por la voluntad de Dios, por la mala suerte, por la timidez o porque sencillamente apareció por algún lado alguien con más atributos y sobre todo con más entrenamiento en esto de conseguir y mantener las parejas, y vos y mi tía mostrándome la buena cara y diciéndome que la soltería también puede ser disfrutada y sobre todo aprovechada para hacer el bien a los demás, pero en cuanto no me veían suspirando y lamentándose qué va a ser de ella, diosmío, tan sola como se va a que­dar, y pidiéndoles a mis hermanos que me presenten algún amigo con cualquier pretexto, que me lleven al cine, que hagan fiestecitas en don­de no falte algún soltero o viudo porque con divorciados es pecado. Por eso mismo se pusieron tan felices hace seis meses, cuando comencé este nuevo trabajo como asistente del jefe de redacción de la revista Gestos, un cuarentón viudo y atractivo cuya foto sale de vez en cuando en algu­no de los artículos de opinión, y entonces ustedes, unas quinientas mil veces más entusiasmadas que yo comenzaron la ronda de consejos: coqueta sin ser atrevida, insinuante sin caer en la vulgaridad, pintada y arreglada con discreción, ni se te ocurra ir a trabajar en blue jean, interésate por él pero no seas confianzuda, hazle ojitos discretamente, pero si se quiere propasar plántale una cachetada bien plantada, en fin, las dos felices pero imperativas después de una no autorizada ronda de investigación: verás que tienes que apurarte porque hay secretarias y compañeras de trabajo y cuñada y alumnas de la universidad que han de estar igualito que vos así que esta vez ponte las pilas y no te preocu­pes si no te enamoras porque eso viene con el tiempo lo importante es que se enamore él Isabelita, y yo diciendo que sí a todo pero ni coqueta ni atrevida, ni insinuante ni vulgar, ni más arreglada que lo que el buen gusto y la buena educación exigen, yéndome a trabajar con bluejean cada vez que se me ocurría, sin demostrarle ningún tipo de interés par­ticular, más bien un poco confianzuda cuando comenzaron los chistes y las conversaciones, sin hacerle ojitos para no verme obligada a darle una cachetada nada menos que a mi jefe, aunque desde el principio me hubiera pedido que lo llamara Andrés a secas, y aunque tuviera esa sencillez tan pero tan encantadora, viudo hace tres años y medio por obra y gracia de un derrame cerebral inexplicable, con cuatro hijos entre los dieciocho y los cinco años, casi siempre afable, cordial y son­riente, pero de vez en cuando con ojeras, pálido, pensativo, preocupado, casi siempre bueno para un cacho colorado o un destello de inevitable sal quiteña, pero a veces retraído, silencioso, melancólico, y sobre todo después del matrimonio de su hija mayor, una que otra mañana con los párpados inflamados, con esa hinchazón de llanto nocturno sin trabas que el espejo me devuelve a mí también cuando la soledad me atenaza justo a las doce en punto, pero yo por lo menos puedo maquillarme y disimular un poco mientras que el pobre nada, le toca venir a trabajar así y todo el mundo se da cuenta y las secretarias cuchichean y los ami­gos le dan palmadas en la espalda y yo no digo nada y vos y mi tía pero mijita, aprovecha, hazle algún comentario discreto, muéstrate tierna, hazte la que te importa y lo peor es que sí me importa pero qué puedo yo hacer qué puedo decir frente a ese dolor que no sé si es la viudez o el agobio de los hijos o la soledad o qué mismo, Andrés Suárez tan alhaja tan simpático tan buena gente para qué también justo antier alegrán­dose al ver que alguien nos había puesto un toca casetes en la oficina y diciendo «Bueno, Isabel de mi vida, ahora sí que nos vamos a poner las pilas» y ayer nomás instalando un casete que me obligó a levantar la cabeza y exclamar sin darnos tiempo a nada: «Samuel Barber», y él: «Pucha, qué pronunciación, ¿no eres del Americano?» y yo, poniéndome roja: «No, soy de La Inmaculada», y en el fondo de mi ser recordando la cara sonriente y la voz erudita de mi papi al decir «El Adagio para cuer­das de Samuel Barber se tocó en los funerales de Franklin Delano Roosevelt» y evocando también aquel pésimo chiste que comienza con la pregunta «¿Cómo estás Delano?» todo de golpe, pero en seguida el An­drés Suárez: «¿Te gusta, entonces? Es del carajo, ¿no? A uno se le pone la carne de gallina». Y los dos oyendo un rato hasta que de repente se acabó e irrumpieron los primeros acordes de la Bachiana No. 5 de Villa-Lobos, esa que vos no puedes oír sin que se te llenen los ojos de lágri­mas, y yo, en un arrebato de vulgar entusiasmo: «¡Qué bestia, Andrés! ¡Qué del putas, como dirían mis sobrinas!» y él, un poco sonrojado por una especie de modestia: «A que veas nomás con quién estás trabajan­do». Y así toda la tarde, mamá, mientras desfilaban por el aire Leo Brower, Gluc, Piazzolla, Händel, y sobre todo los Diosesdedioses, mamita, vos que sabes tan bien: Bach y Vivaldi, en unos allegros que estremecían todos los órganos del cuerpo y en unos lentos que eran una delicia para el espíritu hasta cuándo fue la hora de irnos y de repente el Andrés me soltó un poco tímidamente la propuesta: «Oye, ya que nos encanta la música, ¿no quieres venir a mi casa? Mis hijos se me adelantaron a la playa antier y yo ya tengo todo listo para irme mañana temprano, así que nadie nos va a molestar. Nos tomamos un cafecito, conversamos y oímos toda la música que se pueda». No me pongas esa cara mamá, por­que es exactamente lo que yo pensé y recordé: tu gesto y el de mi tía Julieta recalcando que cuando eran jóvenes era muy peligroso subirse sola en el auto de un hombre, y peor ir a una casa vacía de papás, mamás, hermanos, hijos y hasta perros, porque sólo nos esperaba una gatita romana acurrucada en un rincón de la sala, maullando lastime­ramente al recibirnos: «Le voy a encargar donde mi papá», aclaró el Andrés, como si yo le pidiera explicaciones mientras le llenaba un platito con comida. Luego me dijo que me acomodara en la sala pidiéndo­me disculpas por un desorden inexistente. Y comenzó la música. Vos te hubieras sentido en el paraíso, mamá, con todo ese Chaikovski, con tan­to Mozart, con el Diosdedioses Bach en todas sus formas, y papá, si anda en mi corazón como yo creo firmemente, debe haber estado dando brincos de gozo al oír el Bolero de Ravel y los Preludios de Villa-Lobos hasta que a eso de las nueve de la noche el jefe Andrés Suárez mandó a traer una pizza y pasamos a algo más ligero mientras tomábamos un

café y empezábamos a conversar de la vida en general, a hacer chistes y a comentar sobre cualquier cosa que no fuera clima, fútbol ni política, sino la música, el cine, Dios y dios, la familia, los padres y los hijos, la soltería y la viudez, para encontrar que ambos coincidíamos en aquello de poner un disco de Serrat, derrumbarnos aparatosamente en el pri­mer Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar, subir el volumen a toda para que nadie nos oyera sollozar en el segundo ay, mi amor, sin ti mi cama es ancha y de repente veo venir su dedo hacia mi mejilla y reco­ger aquello que se me está cayendo sin que me hubiera dado cuenta y levanto la vista y miro sus ojos también mojados, su nariz levemente en­rojecida y temblorosa y luego, de a poquito me toma la barbilla y -ho­rror para la tía Julieta- me roba un beso con sabor a orégano y café, se retira sonriendo y murmura: «Hace como seis meses que tengo ganas de hacer esto» y yo, encendiéndome de pies a cabeza: «Qué falta de con­fianza, me hubieras dicho antes», y él, justificándose: «Es que te veía tan lejana, tan en tu mundo y en tus cosas», y yo, bromista: «Hubieras traído antes el casete, entonces». Mal chiste, yo sé, mami, pésimo chis­te para ese momento que de repente iba cobrando magia y misterio por­que él me preguntaba en medio de Cómo me dan pena las estatuas y can­tando al sol como la cigarra qué música era la que más quería oír y yo le decía, sin vacilar, que cualquier Concerto Grosso de Vivaldi que ten­gas y él se levantaba y de repente cambiaba la atmósfera y aunque tratábamos de hablar como al principio ya no podíamos porque en algu­na parte se había despertado aquello que vos y mi tía temían tanto, ese deseo de que las pieles se juntaran aunque sea comenzando por las yemas de los dedos y luego por las manos recorriendo despacio los pár­pados, las mejillas y los perfiles de los labios para aprenderlos bien y de repente su voz: «Sólo si quieres, Isabel, sólo si vos quieres», yo sí quiero sí sí y él, avanzando hacia el centro de mi cuerpo con sus manos, repi­tiendo cada vez con menos convencimiento: «Te va a doler un poco», y yo, al recordar todo lo que me había dolido todo durante tanto tiempo, qué importa un dolor más o menos breve, un dolor más en la vida que de eso está hecha, porque así me enseñaron ustedes, con la música y la moral de la mano, valle de lágrimas que de repente se cambian por sen­saciones insospechadas mientras sus labios y sus manos y su piel ente­ra van recorriendo mis poros y mis nervios y ya no sé dónde está mi ropa ni dónde estoy yo misma y duele duele duele pero sólo un poquito mientras Vivaldi, el Andrés y yo estallamos en un allegro violento y des­conocido que no es sólo la música sino también volar sin detenerse dentro de una misma y abandonarse y dar y recibir al mismo tiempo y esa felicidad de muerte en los músculos y las vísceras que termina poco a poco en un abrazo y unas palabras por primera vez dichas con la ino­cencia de la primera pareja del mundo después de conocerse, porque es así, ¿no, mami? así y no de otro modo, vos lo sabes tan bien como yo aun­que hayas tenido tanto miedo y aunque ahora el desconcierto te des­componga un poco la cara y tal vez en el fondo de tu corazón tengas ganas de coger la escoba con que me recibías en los años universitarios y darme por primera vez los cuatro o cinco escobazos que nunca pen­saste ni de broma, mamá. Qué más quieres que te diga. Es muy posible que si muero en este momento me vaya directo al infierno, como me enseñaron en las clases de religión del colegio. Yo no sé si hice bien o mal, mamá. Tampoco sé qué vaya a pasar mañana, o dentro de ocho días, cuando él regrese de la playa y yo haya tenido tiempo de ver mejor las cosas. Pero sí te puedo asegurar que nunca antes en mi vida sentí un calor tan dulce en el corazón, como cuando nos dieron las cinco de la mañana acurrucados en la alfombra bajo la misma frazada, tomando un café preparado por él, mirándonos a los ojos sin apenas hablar ni tocar­nos, mientras en la grabadora se iba terminando de a poquito una Sole­dad de Astor Piazzolla que, de alguna manera, también era la nuestra.

Lucrecia Maldonado (Ecuador)

Breve reseña sobre su obra

Escritora ecuatoriana nacida en Quito en 1962, graduada de la PUCE de Quito como profesora de enseñanza media con especialización en Lengua y Literatura, se ha desempeñado en los campos de la educación formal, la educación popular y la producción radiofónica.

Entre sus publicaciones se cuentan cinco libros de cuentos: No es el amor quien muere (1994), Mi sombra te ha de hacer falta (1998), Todos los armarios (2002), Como el silencio (2004) y Bip Bip (2008), colección de relatos para jóvenes con la que obtuvo el premio J. C. Coba en el año 2008. Además, es autora de la novela Salvo el calvario (2005), con la que ganó el premio Aurelio Espinosa Pólit, y el libro de poesía Ganas de hablar (2005).

Ese maldito gusto por la música pertenece al volumen Mi sombra te ha de hacer falta, editado por Eskeletra.

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