LA CASA GRANDE
Hay casas de familia dónde vive una familia tipo, es decir,
madre, padre e hijos, generalmente dos, el varoncito, de preferencia el mayor y
la nena. Pero
la nuestra mantenía la vieja costumbre de hogar multitudinario, en que la casa
va expandiéndose en tentáculos grotescos que mancillan estilos arquitectónicos
en pos de una supuesta funcionalidad que nunca es tal, sino más bien resultado
de la incompetencia estilística de sus toscos constructores. Así, nuestra casa
se extendía hacia arriba y hacia atrás, con la misma naturalidad que lo hacia a
los costados. Y sus cuartos mutaban de habitantes tan pronto cambiaban las
circunstancias, por lo que a veces parecía una casa danzante.
Lo único que permanecía como en la época de la colonia era
el gran portón de entrada, por el que, por mandato divino del abuelo, todos
debíamos pasar antes de llegar al área que teníamos destinada, y él, que
acostumbraba a estar leyendo en el sillón gigantesco de su escritorio, justo
frente al portón, se daba el lujo de controlar entradas y salidas marcando el
paso como un perverso reloj.
En el ala izquierda de la casa vivían las solteras y viudas,
en el ala derecha las familias constituidas y al fondo, casi como arrojadas al
depósito, tía Catalina y mamá que habían tenido el terrible atrevimiento de
dejar que sus maridos las abandonasen. Cosa que no era tan cierta ya que si
bien el marido de tía Catalina la había dejado una vez comprobó que no podría
sacarle ni media vaca al abuelo, mi papá había desaparecido durante una
refriega en Corrientes y nunca supimos si había muerto o cuál había sido su
suerte. Encarnación, la hija de tía Catalina, y yo, dormíamos en un cuarto del
ala izquierda entre las viudas y las solteras para qué, según el abuelo, no se
nos contagiaran las malas mañas de nuestras madres
En el ala derecha vivía tío Horacio, el mayor de todos,
heredero obligado del abuelo, no sé si en dinero, que ya casi no quedaba, pero
seguro en mal humor. Vivía con la
tía Clara , su silenciosa y sumisa esposa, y sus dos hijos
altaneros: Raúl y Andrés. Y del otro
lado del pasillo vivían la
tía María y el tío Oscar; que casi nunca estaba porque era
marino y se pasaba la mayor parte del tiempo en medio del mar; con sus dos
hijas: Marcela y Catalinita. Arriba vivía el tío Ernesto que era el solterón de
la familia y según decían andaba mal de la cabeza y por eso era poeta.
El abuelo con su
espíritu de frustrado dios olímpico en vez de construir varias cocinas había
ido ampliando tanto la original que ya parecía un salón de baile dónde ollas y
sartenes colgaban del techo como telarañas y los fogones convivían con modernas
cocinas de ocho hornallas dignas del mejor restaurante. Justo al lado estaba el
comedor de diario y al otro lado el comedor principal que sólo ocupábamos en
los días de fiesta, y el resto del año despedía un fuerte olor a cera, humedad
y trementina que hacía aún más tenebrosos los gigantescos muebles de madera
oscura y las pesadas cortinas. Para nosotros, los niños, era el espacio de los
misterios. Uno de nuestros juegos preferidos era entrar sigilosamente cuando
todos dormían para morirnos de miedo contando historias truculentas. Después
salíamos corriendo al patio en busca del consuelo solar.
La casa tenía varios patios pequeños y uno principal. El
principal estaba detrás de los salones y
la cocina y separaba la casa grande de la pequeña en que vivían mamá y la tía. Allí estaba el
aljibe con su pozo funcionando, el
asador y la glorieta dónde a veces
comíamos y otras tomábamos mate, bordando o cosiendo las tías y estudiando
nosotros, los días de calor, el maldito latín y griego que a criterio el
abuelo, maestro indiscutible, eran los idiomas eternos.
—Todo lo que pasa, pasa por la mala educación— repetía como
una pesada cantinela —En mis tiempos sí se sabía enseñar. La cultura es la base
de los pueblos y el arma de los poderosos para guiar a los débiles y a los bárbaros.
Y nosotros nos veíamos obligados a repetir una y otra vez
las lecciones pues no había modo de hacerle comprender que las cosas habían
cambiado y que eran otras las materias que necesitábamos aprender.
Los otros tres patios estaban uno a cada ala y el otro
detrás de la casa del fondo. Después de este último que era dónde se colgaba la
ropa comenzaba el parque con sus frutales, sus escondrijos, sus gallineros y
sus caniles. Allí era la tierra perdida dónde todas las aventuras eran posibles
porque el abuelo iba rara vez a causa de la renguera que le había quedado
después de una refriega política en la que recibió una bala perdida.
No sé cómo igual tarde o temprano terminaba sabiendo
nuestras travesuras, y mirándonos fijo, generalmente a la hora de la cena,
golpeaba la mesa con el puño haciendo saltar platos y copas y rugía:
— ¡En esta casa se ha perdido la moral y el criterio!
Entonces todos, grandes y
chicos, bajábamos la cabeza, las moscas se quedaban quietitas y un
silencio de esos que ponen nerviosa flotaba en el comedor.
—Quiero ver esos cuadernos — decía y nosotros temblábamos porque nunca nada le
parecía bien ¡y pobre del que tuviese una mala nota!
—¿Por qué no diez?— decía ante un ocho o un nueve, ó —¿Qué
es este borrón? Los cuadernos son obras
de arte que han de poder mostrarse como tales, ¡esto es un mamarracho!
Y luego teníamos lo menos tres días de clases de caligrafía,
geografía, historia o de la materia en que a su criterio no éramos más que
brutas mulas. El lado bueno de esta manía educativa es que el abuelo, tan
rígido en todo, no lo era a la hora de prohibir la educación a las hijas
mujeres como hacían tantas otras familias y eso prometía que algún día
podríamos valernos por nosotras mismas o al menos no quedar tan ajenas a la
realidad por falta de conocimientos.
Si la casa había ido cambiando igual que el barrio con el
paso de los años, las costumbres en ella, no. La vida diaria estaba pautada con
ritmo militar. A las seis había que levantarse, vestirse y apresurarse a
desayunar. Luego los varones al colegio, los tíos al trabajo, las mujeres a
limpiar y nosotras a estudiar con las maestras siempre seleccionadas por el
abuelo en la misma sala de estudio, sentadas en los mismos pupitres de madera
dura, en que habían estudiado nuestras madres. Más tarde, cuando regresaban los
primos, llegaban las clases de latín y griego ya sea dentro durante el invierno
o en la glorieta en primavera y verano. Le seguían las de piano y canto, y
luego mientras los niños escuchaban al abuelo leerles sobre política, nosotras
teníamos que juntarnos con las mujeres para aprender a cocinar, coser, tejer y
bordar, hasta la hora de la cena.
Las tías tenían por manía ponerse a tejer todas juntas para
poder chismear sobre los temas más diversos, que iban desde el peinado de la
vecina nueva a las aventuras de la descocada hija del verdulero, y algo mágico
tenía el tejido, quizás porque la salita del telar estaba al fondo, aislada de
la casa, junto al lavadero y a los cuartos de mamá y tía Catalina, que
antiguamente habían sido depósitos. O por ser un ámbito exclusivo de las
mujeres, gobernado por la abuela mientras había vivido y por tía Encarnación
ahora, dónde el abuelo jamás se atrevía a entrar. Cualquiera fuese la causa
apenas encender el fuego y las lámparas y cerrar las puertas, las tías
cambiaban y sus rostros se estiraban en sonrisas y muecas mientras criticaban a
medio mundo y hacían planes de libertad en medio de mil historias, a cuál más
fascinante, que una y otra vez compartían con nosotras. Allí entre vuelta y
vuelta de agujas y lanzaderas planeaban estrategias, se consolaban, trazaban
planes cómplices para que una u otra de ellas pudiese encontrarse con algún
novio y leían las novelas que el abuelo tenía prohibidas por diabólicas. Nunca
nos dijeron que mantuviésemos el secreto, el acuerdo era tácito y viajaba en la
sangre de generación en generación.
Seguramente por el mismo acuerdo, nunca preguntábamos que
había tras la cortina que hacía de pared al fondo. Sabíamos que el cuarto
continuaba pues la cortina estaba más o menos a mitad del espacio, pero como
ellas hacían de cuenta que no existía supusimos que allí se guardaban las
lanas, las viejas lanzaderas y quizás algunos tapices. Un instinto primario
frenaba nuestra curiosidad en otros temas incontrolable.
Después de cenar debíamos acostarnos. Las luces se apagaban
y los ruidos quedaban prohibidos. El abuelo y los tíos se quedaban un rato
bebiendo, conversando y fumando en la sala de hombres mientras las tías
terminaban de lavar y limpiar las cosas de la cocina. Luego , ellas
volvían a la sala del telar.
Tendría unos once o doce años cuando una noche me despertó
Encarnación, mi prima a la que llamábamos Manucha, porque, contaban las tías,
que de chiquita no quería soltar la teta.
—Mira la luz esa… No es una luciérnaga, sale detrás del
árbol viejo— susurró
Era tarde, muy tarde, únicamente se oían los grillos y cada
tanto una torcaza nochera. Las dos nos quedamos mirando la misteriosa luz
vacilante que nacía aparentemente del árbol centenario que crecía justo al
final del cuarto del telar y sólo podía verse desde nuestros cuartos del ala
izquierda.
—En esta casa está todo raro— dije, y Manucha asintió tan
desconcertada como yo.
Una semana atrás se había desatado un terremoto en la casa
cuando tía María llegó llorando por que acababa de descubrir por puro accidente
que su marido la
engañaba. Las hermanas corrieron a consolarla pero el abuelo
que había escuchado le ordenó que cerrase la boca delante de los niños y que
fuera lo suficientemente mujer para entender un desliz de su hombre.
—Ningún desliz, tiene otra familia y hasta un hijo— gritó la
tía roja de indignación y vergüenza.
—Necesitaba heredero— repuso mi abuelo seco y a punto de
estallar. — Ahora vaya, lávese la cara y ayude a sus hermanas con la comida que
ya es tarde. Esta noche yo hablaré con él, no voy a permitir que ande por allí
ensuciando el apellido. Si necesita otra mujer porque usted no sirve, qué se
guarde de tenerla lejos
— ¿El apellido?— rugió la tía loca de ira — ¡Voy a matarlo!
El abuelo le dio una bofetada y la mando a callar. Las tías
sacaron rápido a María y nosotras muertas de terror nos ocultamos detrás de los
pupitres. Esa noche a todos nos cayó mal la cena. El único que actuaba como si nada era el
abuelo. A la noche lo escuchamos hablar con el tío Oscar, sus voces subían y
bajaban como cadena montañosa hasta que un silencio mortal se instaló.
Desde entonces todos seguíamos como si nada hubiese
sucedido, incluso la tía que prohibió a sus hijas volver a mencionar el tema o
ponerle mala cara al padre.
Desde ese día la intriga nos carcomía despertándonos ya
tarde para espiar en busca de la misteriosa luz que fiel a su sitio titilaba
noche tras noche. Ardíamos en deseos de ir a ver, pero un miedo feroz nos
atenazaba los pies. Una noche escuchamos pasitos tras la puerta, temblando
fuimos ha abrir, eran Marcela y Catalinita. Entraron sin decir nada y al ver la
cortina corrida Catalinita dijo:
—Ah, ustedes también la vieron.
—Sí, pero no sabemos que es.
—Son ellas — afirmó Marcela y todas giramos a mirarla —Mamá
y las tías—, aclaró — No sé que hacen y no me atrevo a preguntar.
— ¿Y cómo pudieron verla si del ala derecha no se ve el
árbol?— preguntó desconfiada Manucha
Catalinita y su hermana se miraron cómplices hasta que
encogiéndose de hombros Marcela dijo:
—La vi yo que... salí a dar una vuelta.
—Por eso vinimos para confirmar— se apresuró a decir
Catalinita.
Todas nos reímos entendiendo. Marcela ya tenía dieciocho
años y era una mujer.
— ¿Y ahora qué hacemos? — pregunté.
—Vayamos a ver—propuso Manucha envalentonada por la
presencia de las otras
Y allá fuimos descalzas y silenciosas como fantasmas, sin
luz que nos guiase, no fuese cosa que el abuelo la viese.
Nuestros rostros pegados a la pequeña ventana cubierta de
polvo y telas de araña, tenían el mismo gesto de espanto y las cuatro gargantas
estaban selladas. Alrededor de un gran telar, vestidas con trajes de luto,
todas las tías tejían y canturreaban algo que no lográbamos entender, las velas
montadas en las paredes las hacía parecer espectros nocturnos y sus rostros
trasfigurados, ignorando nuestra presencia, nos provocaban una extraña
sensación de horror placentero. En el fondo colgaban varios tapices
indescifrables dónde nos pareció ver siluetas humanas deformadas y retorcidas.
¡Eran francamente horrorosos!, mejor que colgaran allí y no en las paredes de
la casa.
Decidimos regresar y acostarnos, lo que ellas hicieran no
era cosa nuestra.
Pocas semanas más
tarde llamaron del hospital para avisar que tío Oscar estaba internado en
terapia. Una terrible enfermedad había brotado bruscamente y estaba a punto de
matarlo. Tardó casi seis meses en curarse a medias, pues desde entonces ya no
pudo caminar ni hablar, parecía un muñeco destartalado tirado en un rincón de
la cama matrimonial.
La vida continuó normalmente y nosotras seguimos aprendiendo
a tejer. Cada dos horas alguna de las mujeres iba a la habitación del tío, porque
la tía se había mudado con sus hijas, para ver si el enfermo necesitaba algo.
Por mucho tiempo no volvimos a ver la luz que nacía del
árbol.
© Ana Cuevas Unamuno
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