Susurra la memoria: La acacia sagrada

 
En estos tiempos de terremotos, Tsunamis, temblores y dolores, quiero compartirles una historia que habla de la tierra y sobre todo del amor a la Madre Tierra…

Susurra la memoria: La acacia sagrada

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Impulsada por un presentimiento salió al aire ventoso del amanecer.

El Zonda ya se hacia sentir, más extrañamente no llegaba. La anciana miró alrededor y por un instante se sintió confusa: el paisaje se diluía, la visión se enturbiaba, mientras del oeste le llegaba el llanto triste de un fin de ciclo. El gemir del ocaso irremediable de una forma de vivir.

Sus oídos se abrieron al lamento y escuchó el tronar altanero de las voces del norte y el canto del guerrero que rugía en tonos de arcabuces y alaridos de conquista. Del sur llegaban susurros con sabor a silencio, a ignorancia, a espera. Y del este; del este surgía el primer destello de sol que enceguecía la humedad de sus ojos.

Todo su cuerpo vibró con la revelación, y supo en ese mismo instante, que nada podría evitar el final de su pueblo, ni impedir el cambio que se anunciaba. Supo también que a ella, la anciana madre de todos, le tocaba dejar el único gesto posible a quienes algún día ocupasen la tierra de sus ancestros, que la sangre de su pueblo pronto alimentaría.

Pero ¿qué gesto? ¿Qué herencia podía dejar?

Movida por la marea del amanecer caminó hasta lo alto de la montaña sagrada y allí dejo que el sol la fuese bañando lentamente, mientras el Zonda, llegaba al fin como convocado por fuerzas invisibles, y la envolvía con su calor asfixiante y su rugir de eternidades.

Un pájaro de fuego, que nunca antes había visto, trazó círculos sobre ella y se perdió en el cielo. Al roce de sus alas algo cayó sobre sus palmas extendidas al cielo.

¡Un ala! pensó ella y palpó el objeto, aún ciega de pena. No, no era un ala, ni una pluma… Sintió la textura dura, rugosa, con olor a vida no nacida, a raíz, a oquedad, miró y descubrió en su palma una semilla desconocida que pulsaba esperando un útero que la recogiese.

Con las manos desnudas cavó en la tierra, hasta que tierra, lágrimas y sangre se mezclaron, y con el último aliento que quedaba en su cuerpo depositó la semilla en la matriz abierta de la tierra. Suavemente la cubrió y la envolvió con su súplica a los siglos y los siglos venideros:

Qué sean fuertes tus raíces para que ningún Zonda te lleve,

y muy altas y frondosas tus ramas,

para que a todo aquel que necesite acojas

y a quien ruegue protejas.

Para que calmes al que llora

y convoques al que se va.

Para que todos los que te conozcan, a ti tengan que regresar.

Para que seas la unión de lo que ha sido y lo que será

y la memoria de una tierra;

qué más allá de hombres y mujeres;

perdurará.

Cuando todos despertaron en la aldea, se extrañaron al descubrir el anciano cuerpo tendido en el suelo, con una sonrisa en la boca y una misteriosa serenidad en el rostro.

Oculta y cobijada en su cuna de tierra, creció la semilla y se hizo Acacia, entre aullidos, llantos, sangre y desolación.

Asomó su primer brote al desamparo de una tierra yerta, y dio hojas cuando la nueva primavera, indiferente a conquistas y matanzas humanas, vivificó la vida renacida.

Las estaciones se sucedieron unas a otras indiferentes al pesar humano, hasta que quizás atraídos por la renovación, nuevos hombres y mujeres llegaron y, sin saber por qué, comenzaron a construir alrededor del pequeño esqueje.

Una casa aquí, otra más allá. Una iglesia, una plaza, un almacén... Creció el pueblo y la acacia con él.

Los años han pasado y la pequeña semilla se ha transformado en frondosa sombra, dulce consuelo, firme sostén y memoria eterna de la vida renovada.

Memoria que cada alba susurra con sus hojas para que nadie olvide que de todo fin un nuevo comienzo nace.

Memoria que canta en el viento directo al corazón de quien la sabe oír:

Qué sean fuertes tus raíces para que ningún Zonda te lleve,

y muy altas y frondosas tus ramas,

para que a todo aquel que necesite acojas

y a quien ruegue protejas.

Para que calmes al que llora

y convoques al que se va.

Para que todos los que te conozcan, a ti tengan que regresar.

Para que seas la unión de lo que ha sido y lo que será

y la memoria de una tierra;

qué más allá de hombres y mujeres;

perdurará.

©ANA CUEVAS UNAMUNO.

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