EL ARTE DE CONTAR

                 Un cuento de Javier de Rios Briz

Todo comenzó un verano, cuando el abuelo Pascual se empeñó en enseñar al pequeño Daniel a sumar. “Para que vaya adelantando trabajo del nuevo curso”, dijo como apoyo a su decisión. “Deje al chaval que disfrute de las vacaciones, padre”, rebatió Marisa, la madre de Daniel, “que para eso ya están los maestros”.

Pero no hubo manera, el abuelo Pascual era y sigue siendo muy testarudo, y si se le mete una idea en la cabeza, no ha nacido el mortal que pueda disuadirle de seguir adelante con ella.

Así que fue a buscar la arrugada libreta que su mujer usaba para apuntar los litros de leche que vendían a los vecinos, y el flamante bolígrafo que le había regalado días atrás el comercial de la casa de piensos. El abuelo Pascual sentó al niño en sus rodillas, que accedió a recibir una improvisada clase de matemáticas sin rechistar, y empezó a escribir con grandes caracteres: 50.

- ¿Sabes qué número es éste, Dani?

- Sí, abuelo, el cincuenta.

- Sí señor, muy bien, chaval.

Debajo del primer cincuenta, escribió otro idéntico, y debajo de ellos trazó una línea más o menos recta, con esmero, como si se enfrentara a una obra de artesanía. Después procedió a hacer la suma, mientras le explicaba al niño en voz alta lo que estaba haciendo, intentando adoptar un estilo lo más didáctico posible: que si cero más cero es cero, que si cinco y cinco diez, y nos llevamos una, y como hemos acabado ponemos el uno delante..., y ya está: cincuenta más cincuenta, cien.

- ¿Te has enterado, Dani?

- Sí, pero no me lo creo, abuelo. -dijo el niño con esa bendita sinceridad que todos perdemos al entrar en la adolescencia.

- ¿Cómo que no te lo crees?

- Como que no me lo creo -aseguró el rapaz testarudo, y después amenazó- y si no me lo demuestras, no pienso estudiar nunca más.

- ¡Jodío crío! -murmuró el abuelo entre dientes.

- ¿Qué dices, abuelo?

- ¡Nada! Ven aquí conmigo. Vamos a dar un paseo.

Todos los que vieron pasar al abuelo y al nieto, veían sorprendidos como ambos se iban agachando de vez en cuando para coger con mimo diminutas piedrecitas, que después introducían con cuidado en una bolsa de plástico que portaba el anciano maestro.

Ya de vuelta en la casa, el abuelo se preparó para dar una clase magistral a su nieto, en la que demostraría la suma que habían hecho antes. Para ello sacaron al pequeño corralillo dos sillas, y el abuelo Pascual comenzó a contar piedrecitas con paciencia.

- ...cuarenta y nueve, y cincuenta. Bien ahora voy a hacer otro montón como

éste. ¿Me sigues Dani?

- Sí, abuelo.

El abuelo Pascual hizo dos montoncitos idénticos de cincuenta piedrecitas cada uno, y luego juntó los dos.

- ¿Ves? Los he juntado, es decir, los he sumado. Ahora voy a volver a contar las piedrecitas, y ya verás como hay cien.

- Noventa y cinco..., noventa y seis..., noventa y siete..., noventa y ocho..., noventa y nueve..., cien..., y ciento uno. ¡Me cago en la hostia!

- ¿Qué dices abuelito?

- Nada, Dani, nada, que algo ha fallado, pero tranquilo, que yo te lo demuestro, como que me llamo Pascual, yo te lo demuestro.

Y con paciencia, separó las pequeñas piedras, volvió a hacer dos montones de cincuenta, volvió a juntarlos y contó de nuevo. El pequeño Daniel no perdía ojo, y seguía extasiado las evoluciones de su abuelo.

- Noventa y siete..., noventa y ocho..., noventa y nueve. ¡Me cago en la mar serena!

- ¿Qué pasa abuelo? ¿Qué lo de las sumas es mentira? Eso pensaba yo, que es un invento para fastidiar a los niños.

Siete veces más lo hizo aquel mismo día, con diferentes métodos, y las piedras resultaron ser tan testarudas como él. Unas veces contaba noventa y nueve, y otras ciento dos, pero nunca, nunca, cien, ni por casualidad. Siempre hacía primero los dos montones de cincuenta, porque si no la demostración de la suma no sería válida, y al juntarlos nunca hallaba cien piedrecitas.

Por fortuna, el pequeño Daniel no cumplió sus amenazas. Ahora, el pequeño Danielito mide uno noventa y cinco, y está a punto de doctorarse en ciencias exactas. De vez en cuando visita a su abuelo, que sigue allí, en el pueblo.

Ha transcurrido el tiempo, inexorable como siempre, pero no pasa un sólo día sin que el abuelo Pascual cuente sus piedrecitas, siempre con idéntica mala fortuna.

Cuando va de visita, Dani le observa en silencio, pero no se atreve a colaborar; él prefiere creérselo sin más.

- Los matemáticos sólo demostramos las cosas sobre el papel -se suele justificar- dejamos ese tipo de experiencias a los físicos, o a gente como el abuelo, que tienen tiempo para las pruebas empíricas.

Y el abuelo Pascual sigue a lo suyo, cuenta que te cuenta, porque siempre ha sido muy testarudo. Tal vez lo hace porque si no consigue demostrar esta pequeña suma, pueden derrumbarse otras muchas cosas que el suele dar como ciertas. Creo que ya lleva así veinte años, o tal vez veintiuno, no sé, que es que lo de contar parece fácil, sí, pero como todo, el arte de contar requiere poseer ciertas habilidades, que no todos tenemos.

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