Sin alas, no obstante

Un Cuento de Marina Colasanti.

 

Dura aldea era aquella, donde a las mujeres les estaba vedado comer carne de ave: no fuera que las alas se les subiesen al pensamiento. Dura aldea era aquélla donde, a pesar de la prohibición, al regreso de la cacería y sin haber podido cobrar otra pieza, el marido le entregó a su mujer un ave, para que la preparara debidamente y fuera esa noche el alimento de los dos.
Y así lo hizo la mujer, hundiendo los dedos en las plumas todavía brillantes, arrancándolas a puñados, y entregando al agua y al fuego aquel cuerpo ahora muerto, que no al fuego ni al agua, sino al aire y a la tierra había pertenecido.
Si deteniendo su labor un instante hubiera puesto sus ojos en la ventana, habría podido ver una bandada de aquellas mismas aves, volando hacia el sur. Pero ella sólo miraba las cosas cuando le era preciso mirarlas. Y como no necesitaba mirar el cielo no irguió la cabeza.
Cocida la carne del ave, se dio gusto engullendo las presas casi sin masticarlas, clavó los dientes en los huesos, chupó el tuétano. El marido no. Le repugnó aquella carne tan oscura. Se limitó pues a mojar el pan en el caldo, maldiciendo su escasa suerte de cazador.
Después de unos cuantos días, la mujer ni recordaba ya su insólito banquete. Otras carnes muy diferentes se asaban y freían en la cocina de su casa, una cocina que era por sí sola buena parte de la casa.
Pero una nueva inquietud empezó a asaltarla. Interrumpía de pronto sus quehaceres, algo que nunca antes hiciera. Breves pausas, casi nada. Un alzar el rostro, un vibrar de pestañas. Una especie de alerta. Respuesta del cuerpo a algún llamado que a duras penas oía. La aguja quedaba detenida en el aire, la cuchara suspensa sobre la olla, las manos hundidas en la tina. Y la cabeza, cabeza que ahora se movía con la finura que sólo un cuello más largo podría darle, parecía atravesar el aire.
Ahora, la mujer fijaba sus ojos en cosas que no necesitaba. Y miraba como si las necesitara.
Sólo por instantes, al principio. Luego, un poco más.
Sin darse prisas, miró primero al frente. Al frente de ella. Y al frente de lo que tenía frente a ella. Durante un tiempo posando la mirada en los muebles, en los pocos muebles de la casa y en los objetos que había sobre los muebles. Después, volando sobre los objetos, traspasando las paredes, miró a lo lejos en línea recta. Qué veía, no lo decía. Miraba, agitaba con un gesto suave la cabeza. Y volvía a bajarla. La aguja se posaba, la cuchara revolvía la olla, las manos se hundían en la tina.
Tal vez llevada por aquel breve sacudir de cabeza, comenzó a mirar a los lados. Miraba al lado izquierdo, hacía una pausa, inmóvil. Y luego, súbitamente, giraba hacia el lado derecho.
Nadie le preguntaba qué estaba mirando. La única mirada suya que parecía importar a los otros era la antigua, aquella del tiempo en que sólo miraba lo que era necesario.
Y así, un buen día, esa mujer a quien nadie miraba miró el cielo. Sin que hubiera llovido, o fuera a llover. Sin que lo surcaran relámpagos. Sin que hubiera incluso nubes o el tiempo fuese a cambiar, ella miró el cielo.
Qué fino y delicado se tornaba su cuello ahora que lo movía, grácil, como si guiara la cabeza en sus búsquedas. Era un cuello pálido, protegido de la luz por tantos años de cabeza baja. Y sobre ese cuello la cabeza parecía extenderse, mirando hacia arriba, con la misma recta intensidad con que había comenzado antes a ver muebles y paredes.
Miraba pues hacia lo alto, cuando una bandada de aves pasó sobre la casa, rumbo al sur.
Hacía mucho que las hojas se habían vestido de cobre, el suelo empezaba a hacerse duro con el frío. Y las aves de carne oscura seguían en dirección al sol.
De pie, la mujer miraba. Y así continuó hasta que las aves se perdieron en la distancia.
El viento batía los largos faldones de su saya, agitaba las alas rayadas de su chal. No, ella no voló. ¿Cómo podría? Salió caminando, apenas. Oscura como la tarde, acompañando su propio mirar, marchó hacia el frente, siempre hacia el frente, rumbo al sur.

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