Cuento: MEDICOS de Sholem Aleijem

Un cuento tomado del libro Cuentos y monólogos de Scholem Aleijem

—¿Sabría decirme, amigo, dónde vive el doctor Fainfínkelcroit?

—¿Cómo? ¿El doctor qué? ¿Fainfinfain...?

—Fainfínkelcroit.

—¿Fainfínkelcroit? ¡Ah, eso es otra cosa! Fainfínkelcroit... Me suena. ¿Tiene que verlo a él, o podría ser otro? Aquí hay muchas de esas cosas, gracias a Dios. Aquí enfrente vive uno; mejor dicho, dos. Un médico y un dentista. Y tres casas más allá hay otro, muy bueno, aunque jovencito, recién salido del horno. Sin embargo, tiene bastante clientela. En este pueblo todos los médicos tienen clientela, porque hay muchos enfermos, gracias a Dios. ¿Cómo dijo que se llamaba ese doctor? ¿Finfainfin...?

—Fainfínkelcroit. No es para mí...

—¿Ah, para su esposa? Vaya allí, ¿ve? Hay un médico de señoras. Es decir, un médico partero. Dicen que es muy bueno. Un especialista. Ahora se usa; un médico distinto para cada especialidad: médico de estómago, médico de pulmones, de ojos, de los nervios, de niños... Y la forma de curar no es la misma de antes. Eso también cambió. Antes le daban a uno remedios, recetas, píldoras, polvos, hierbas amargas; ahora están de moda las máquinas, las fricciones, los masajes, los baños, simplemente baños. Los médicos se convirtieron en bañeros, y según parece es un buen negocio. ¿Cuál es la especialidad del médico que usted busca? ¿Es judío?

—Sí, judío, desde luego. ¿No se da cuenta por el apellido? Fainfínkelcroit.

—¿Fainfínkelcroit? Sí, claro, judío. Si se llama Fainfínkelcroit es judío. Aquí en el pueblo casi todos los médicos son judíos. Aunque los judíos en realidad prefieren a los médicos góim.[1] Lo mismo que prefieren a los abogados góim, a las tiendas de los góim, a los maestros góim. Los judíos los quieren mucho a los góim. ¿Cómo decía usted que se llamaba su médico? ¿Fáifer?

—No, Fáifer no; Fainfínkelcroit. Lo necesito para otra cosa...

—¿Ah, para el servicio militar? ¿Para pedirle consejo? Ahora comprendo. ¿Ah, no? ¿No es para eso? ¿No será para una propuesta matrimonial? ¿Adiviné, verdad? Es claro. Si no era para hacerse revisar, ni para su esposa, ni para el servicio militar, tenía que ser para un asunto matrimonial. En tal caso no lo busque más a ese... ¿cómo se llamaba?... Déjelo. Le voy a indicar otros médicos mucho mejores. Depende, desde luego, de la posición del otro. ¿Cuánto da de dote? Lógicamente, a mayor clientela más dote. Y aunque no tenga clientela lo mismo hay que pagarlo. Hoy en día no compra por menos de cinco o seis mil rublos ni siquiera un simple estudiante, siempre que esté en la universidad. Imagínese entonces un doctor recibido, aunque sea el último de los peores... Dígame exactamente qué es lo que busca el otro, el padre de la novia.

—¡Pero no, hombre, no es eso! Usted se equivoca.

—No discuta. Escuche bien lo que le digo. Si el otro puede pagar un buen precio, este de quien le hablo le viene como anillo al dedo. Es un médico excelente; un profesor. Atiende de todo: estómago, nervios, dientes, niños, operaciones. Las mujeres lo aprecian mucho, porque es un hombre imponente, alto, robusto. Además es sionista, y tiene una labia que Dios me libre. Es una alhaja, una verdadera alhaja.

—Pero no, le estoy diciendo que lo que necesito...

—¿Ah, eso? ¿Y por qué no habla? ¿Por qué no lo dijo? ¿Ve aquella puerta blanca?

—¿Allí vive Fainfínkelcroit?

—Allí no vive Fainfínkelcroit; allí vive Méir Tolochínov. Un judío rico. En un tiempo fue un pobretón; ahora ojalá tuviéramos usted y yo su fortuna, sin que le dañe a él. Tiene una hija, que es fea como la muerte. Pero con la ayuda de Dios se le tapa la cara con unos diez mil o quince mil rublos y se le trae un doctor de Kiev. Es decir, un doctor recibido en Kiev, pero nacido en Umán...

—¿Para qué me cuenta todo eso?

—¿No busca usted a...?

—¿Al doctor Fainfínkelcroit? No lo busco porque necesite un médico para una alianza matrimonial, sino porque el doctor Fainfínkelcroit es...

—¡Me lo hubiera dicho! Yo creía que se trataba de una boda. En tal caso, escúcheme bien, con mucha atención. Tengo un especialista, flamante; abrió su consultorio hace poco. Recibió una herencia de unos cuantos miles de rublos e invirtió todo el dinero en una máquina; viajó personalmente al extranjero a comprarla. Clientes, por ahora, no tiene; pero ojalá me preocuparan mis gastos del sábado tan poco como los clientes de él. No se aflija, que ya los tendrá, y de los mejores, porque los médicos que atienden esas enfermedades tienen todos numerosas y calificadas clientelas. Son especialistas... ¡Oiga, oiga, qué le pasa! ¡Adónde va! Espere, espere un poco. Todavía no terminé; me quedan un par de médicos...

—¡Pero por Dios! ¡Déjeme tranquilo! ¡No me fastidie! No preciso médicos, ni consejos para el servicio militar, ni novios para casarlos, ni especialistas. No soy más que un empleado. Estoy buscando al doctor Fainfínkelcroit por otra cosa. Nos debe la cuenta de la leña de todo el invierno...

—¿La cuenta de la leña? ¡Mala pesadilla...! ¡Hay que ver qué tupé! ¡Detener a un desconocido en la calle para fastidiarlo inútilmente! ¡Fainfínkelcroit!

Sin consideración ninguna, sin pensar que el desconocido estará perdiendo tiempo, que quizá anda buscando un rublo para el sábado. Me di cuenta en seguida de que usted debía de ser vendedor de leña, se lo juro, que Dios me dé una vejez dichosa.

Estos vendedores de leña... ¡Oiga!


[1] Plural de goi, no judío.

Scholem Aleijem

Salomón J. Rabinovitz nació en Ucrania en 1859 e ingresó a la historia de la literatura con el seudónimo Scholem Aleijem. El par de vocablos que usó para firmar sus obras representan un saludo en idish (y derivados del hebreo) que significa:
“¿Qué tal, cómo le va?” El autor saluda a sus congéneres —los lectores judíos— con suave y amable sonrisa. Claro que se trata de una sonrisa en la cual se disuelven notas de amargura que la historia ha ido proveyendo. A pesar de todo decide reír y hacer reír. Su lema proclama: “Reír es saludable; los médicos recomiendan reír.” Pero no es risa de evasión o de encubrimiento. Al contrario: es denuncia, en tono de popular comunicación, de diálogo callejero, mostrando al hombre de todos los días y a sus “ridículos” problemas. No bien las comisuras de los labios se relajan, lo ridículo se desvanece y da lugar a la reflexión. (Extracto del prólogo)

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