Cuento: Narciso

Un cuento de Jerzy Andrzejewski


Una de las leyendas griegas cuenta que un bello joven de nombre Narciso estaba tan enamorado de su hermosura, que un día se ahogó en una fuente, sobre cuyas aguas cristalinas solía inclinarse buscando en ellas su propio reflejo. A su muerte brotó a la orilla del manantial una primera flor, bautizada por la gente con el nombre de narciso. Así dice la leyenda. No obstante lo que en realidad le ocurriera a Narciso es lo siguiente:

En cierta ocasión, durante la guerra de Troya, Zeus acompañado de Palas Atenea habían bajado del Olimpo a la Tierra, es decir, habían emprendido un viaje con el fin de llevar a cabo una inspección divina. En su recorrido por el país de los helenos toparon por el camino con Narciso. El agraciado joven se encontraba arrodillado al borde de una laguna silvestre, contemplando con embeleso su rostro reflejado en el diáfano espejo de las aguas.

—¿Cómo estás, Narciso? —dijo el padre de los dioses.

Narciso se levantó rápidamente y al ver frente a él a los poderosos moradores del Olimpo los saludó con una profunda reverencia.

—¿Qué es lo que buscas en el lago, Narciso? —inquirió Palas Atenea, al tiempo que su coraza y su yelmo iban despidiendo un resplandor más claro que la luz del día.

—¡No estoy buscando nada, oh divina Paladio! —respondió Narciso—. Solamente me he puesto a contemplar mi belleza. ¿Acaso no soy bello?

—¿Y para quién eres bello, Narciso, si es que se puede saber? —preguntó la diosa.

El apuesto joven se quedó un tanto sorprendido, a la vez que un poco desconcertado.

—¿Cómo que para quién? ¿Acaso tú misma no te has dado cuenta, oh, Paladio!, de que soy el mozo más hermoso del mundo?

—No —replicó Palas Atenea—. A mí no me parece que seas hermoso. Para mí que no eres más que un simple enclenque.

—¡Oh, Palas! —exclamó Narciso, dolorosamente herido en su amor propio y al mismo tiempo un tanto asustado.

—La más sabia de las sabias tiene toda la razón —tomó la palabra Zeus, quien había permanecido callado hasta el momento—. En efecto, te falta mucho, Narciso, para alcanzar el ideal de la belleza. Tus ojos —aunque, reconozco, no son feos— están nublados por un ligero velo de insana melancolía. Tu tez está demasiado pálida. El cabello, cuidado con excesivo esmero. Hasta tu misma voz resulta poco natural; hablas con bien manifiesta afectación, como si te diera miedo que las palabras pudiesen deformar la hermosura de tus labios. Además, tu cuerpo es demasiado delicado y tus músculos muy poco desarrollados. No creo que tus muslos y tus pies puedan soportar largas caminatas y en las carreras pudieran servirte de ayuda. Tampoco tus manos me agradan en lo absoluto. Tal vez tengan una bonita forma, pero estoy seguro que no soportarán el peso de la espada ni del escudo.

Narciso se ruborizó y miró a hurtadillas las aguas de la laguna. Pero en ese preciso momento un suave soplo del viento turbó la superficie, tranquila hasta ese instante, por lo cual Narciso no alcanzó a percibir su reflejo.

—Me da la impresión, Narciso —prosiguió Zeus—, de que estás llevando un inadecuado tren de vida. Estás como apartado de la realidad. Te adoras más a ti mismo que a la demás gente. Tú mismo te estás convirtiendo en tu propia añoranza. ¿Acaso no llega hasta ti la potente y estremecedora voz de nuestros grandes tiempos? Acaso no sabes nada de la guerra troyana? ¿Por qué no tomas parte en la guerra de Troya? ¿No sabes, acaso, que los jóvenes más gallardos y más nobles participan en los combates? ¿Y tú dónde estás? ¿Dónde estás, Narciso? Acaso una solitaria y apartada floresta sea en nuestros tiempos una digna estancia para un hombre joven? ¿Acaso, mientras que otros están librando una lucha encarnizada, a ti no te da pena mirarte en el espejo de las aguas transparentes de la laguna? ¡Ponte a reflexionar, Narciso! Deberías tener más movimiento, deberías convivir con la gente, participar en la causa humana, en vez de estar perdiendo valiosas horas en extasiarte contigo mismo. ¿Acaso tengo que recordarte que Hércules ya desde la cuna traía suficiente fuerza para retorcer la cabeza a las serpientes? ¡He aquí un modelo que habrías de imitar! Sus huellas son las que deberías de seguir. Tienes que ser viril y audaz, Narciso. Conquistador y victorioso.

—¡Pero, oh, Zeus! —exclamó Narciso temblando—. Si he de caminar mucho, qué pasará con mis lindos pies? ¿No se me aparecerán várices en mis piernas? 0, al empuñar la espada y el escudo, no se me harán callos en la palma de mis manos? Y, al convivir con la gente —¿no será que mi belleza física les irá pareciendo común? Acaso la gente tiene que mirarme forzosamente? ¿Acaso no basta el hecho de que yo exista y sea extraordinariamente hermoso?

—Ya te he dicho que eres un enclenque —le interrumpió Palas Atenea, y acercándose hacia él le golpeó ligeramente con el dedo en su pecho.

Narciso se tambaleó, palideció y ante el deslumbrante resplandor de la coraza divina, se cubrió los ojos con la mano. Los olímpicos prorrumpieron en una desdeñosa carcajada.

—Tú mismo te das cuenta, Narciso.

—Dijo Zeus—, de que no eres más que un simple debilucho, y todo aquel que sea débil e impotente nunca podrá ser bello. Recuerda, por tanto, mi Narciso, nuestras indicaciones, y si no quieres exponerte a nuestra ira, te aconsejo que las sigas al pie de la letra y eso sin dilación. Me has entendido, Narciso.

Narciso, como respuesta, rezongó unas palabras ininteligibles. Al oírlas, Zeus frunció el ceño en señal de disgusto.

—¿Por qué no pronuncias claro tus palabras, Narciso? Nosotros exigimos de la gente que se exprese con claridad. Tengo muy buen oído y, sin embargo, no alcancé a oír tu respuesta. Así que te vuelvo a preguntar por segunda vez: ¿Has entendido, Narciso, lo que tienes que hacer?

—Lo he entendido —murmuró Narciso ya con mayor claridad, aunque todavía con una voz débil.

—Y aún sigues considerando que eres hermoso?

—¡Oh, no! —respondió el joven—. Ahora entiendo todo. No soy hermoso. Soy un enclenque. No soy más que un simple debilucho. Soy horriblemente feo, ya que todo aquello que es débil e impotente no puede ser bello jamás.

Los dioses se miraron uno al otro.

—Lo que acabas de decir —confesó Zeus, acariciándose las barbas— suena un tanto declaratorio. Y tú sabes muy bien que no son las declaraciones lo que exigimos de ti, Narciso. Lo que estamos exigiendo de ti son…

—¡Los hechos, los hechos! —exclamó Palas Atenea, y su poderosa voz hizo que el aire se meciera y el bosquecillo en torno al lago sonara rumoroso.

—Correcto —concluyó Zeus—. Eso es, precisamente, lo que exigimos de ti, Narciso: los hechos. Y más que nada, una verdadera comprensión del meollo, de la esencia de tus errores. —¿Así que, de veras, ya no te consideras hermoso?

—¡Oh, no! —contestó Narciso con gesto de sincero arrepentimiento—. Al contrario, soy un muchacho espantosamente feo.

—Si realmente piensas así —le respondió Zeus— y tu autocrítica es sincera, entonces, ¡manos a la obra, Narciso! Tienes que hacer méritos para llegar a ser verdaderamente bello. Los tiempos que tenemos son verdaderamente gloriosos, y tú tendrás que ser bello a su medida.

—¡A los hechos! gritó Palas con voz sonora.

Tan pronto los olímpicos se hubieron alejado, extinguidos sus poderosos pasos y apagado el brillo que despedía la coraza de Atenea, Narciso volvió a la orilla del lago, se arrodilló y dirigió una mirada al agua que, otra vez tranquila y transparente, reflejaba fielmente su inclinada silueta.

—¡Oh, dioses! —musitó Narciso sumido en reflexiones—. ¿Es verdad que no soy bello?

—¿Bello? —respondió desde el fondo del bosque la ninfa Eco, quien muriera a causa del amor no correspondido que profesaba a Narciso, y andaba deambulando desde entonces a través de los yermos en forma de un eco.

—¡No, no! —gritó en voz alta Narciso—. —¡No hay duda al respecto! Sí, ¡soy bello! ¡Soy bello!

—¡Bello! —susurró el bosque.

Pero en ese preciso instante se desató un fuerte vendaval, el cielo se cubrió de pesados nubarrones en medio de la oscuridad y de un violento aguacero, los relámpagos empezaron a caer del cielo, y con el intenso retumbar de los truenos tembló la tierra. Al susceptible y sugestionable Narciso le pareció percibir, con toda justicia, en esa inesperada tormenta una señal de la ira de Zeus, y esta seria advertencia la tomó tan a pecho que, conforme a las indicaciones de los dioses, decidió cambiar de vida.

—¡Adiós, tiernas aguas que habéis reflejado mi hermosura! —dijo, una vez que el temporal hubo amainado y el cielo, serenado un poco—. ¡Adiós, mi grata soledad! ¡Adiós, fiel eco! ¡Adiós, mi hermosura! Detesto a Hércules, y sin embargo, me haré semejante a él.

Al pronunciar estas palabras, una vez más se inclinó sobre su silueta reflejada en la cristalina agua y, acto seguido, acompañándose con su predilecto caramillo1 , se encaminó hacia los poblados.

Transcurrieron algunos años desde ese memorable suceso. La guerra troyana proseguía. Un día, Zeus, sintiendo la necesidad de establecer contacto con las masas trabajadoras, resolvió emprender un nuevo viaje a la Tierra. Esta vez, además de Palas Atenea, se llevó como acompañante a Apolo, mecenas y protector de las bellas artes, ya que en aquellos tiempos remotos la gente no había inventado aún el estúpido refrán, según el cual en tiempos de guerra las musas callan.

Iban caminando, pues, una primorosa mañana primaveral a través de la tierra griega los tres dioses, sosteniendo una animada charla acerca de los errores ideológicos, en los que, junto con Caronte y Cerbero, había incurrido el amo de los infiernos, Hades, cuando de pronto en el trayecto que conducía a la ciudad de Tebas, se levantó bruscamente desde el pie de un árbol de olivo un greñudo y mugriento vagabundo, quien lanzando un sonoro grito se les atravesó en su camino.

—¡Bienvenidos, oh dioses poderosos! —exclamó aquel vagabundo con voz enronquecida—. Creo adivinar que es a mí a quien buscáis. ¡Y aquí estoy!

—¿Y quién eres, buen hombre? —indagó Zeus.

—¿Cómo que quién soy? —replicó el desaliñado greñudo—. ¿Acaso no me reconocéis, oh dioses? ¿No me reconoces, Zeus? ¿Tampoco me reconoces tú, omnisapiente Palas? ¡Soy yo, Narciso!

—¡Oh, musas de alas ligeras !—gimió con ojos llenos de espanto el dios Apolo—. ¿Es posible que tú seas aquel joven en otro tiempo célebre por su belleza?

—¡Apolo! —se dirigió a él la diosa Palas—. Parece que te has olvidado de nuestra resolución de que Narciso nunca ha sido bello.

El protector de las musas se quedó perplejo.

—¡Oh, mil perdones! —exclamó apresuradamente—. Me he equivocado de épocas. Se me ha olvidado que la gente está ahora en la guerra de Troya. Os pido disculpas.

—¡Apolo! —reiteró Palas Atenea, esta vez acentuando ya con particular gravedad su llamada.

Y ahí fue donde Zeus alzó la mano habituada a arrojar relámpagos y rayos luminosos.

—No me parece correcto que los asuntos divinos sean examinados con la participación de los mortales. A nuestro regreso al Olimpo hablaremos sobre este tema.

Y dando por lo pronto el asunto por terminado, se dirigió al vagabundo, quien a manera de un forzudo presto para la pelea, permanecía apostado a mitad del camino con las piernas abiertas en compás y con los brazos en jarras.

—¿Conque dices, buen hombre, que tú eres Narciso?
Como respuesta aquél asintió orgullosamente con su melenuda cabeza.

—Será posible que durante todos estos años haya embellecido de tal modo que ahora no puedas reconocerme, Zeus?

—Sí —contestó el padre de los dioses—, ahora te reconozco. Te reconozco por tu tono presumido, Narciso.

—¡Eres injusto conmigo, oh, Zeus! —vociferó con voz de pavo real Narciso—. ¿No ves que he seguido fielmente todos tus consejos e indicaciones? He procedido de acuerdo con tus preclaras recomendaciones. Vivo entre la gente, visitó las comarcas, consolido mis fuerzas y ya nunca más ando buscando mi propio reflejo en el espejo de las aguas transparentes de la laguna. Ya hasta me he olvidado de mi antiguo aspecto, en tanto que el actual lo desconozco por completo.

Qué olor más feo emana de ti, Narciso! —le interrumpió Zeus—. ¿No será que no te has lavado durante todo ese tiempo?

—Ni una sola gota de agua, con excepción de las de la lluvia, ha mancillado mi cuerpo —replicó con alarde Narciso—. Si tú mismo me habías exigido, oh Zeus, que mi cuerpo se tornara menos delicado. Mira ahora mi piel. Está más dura que la de un buey, e insensible a los vientos, al calor y al frío como las suelas de tus sandalias. ¡Ah, y mis músculos! —¿Acaso no tienen la tensura y la resistencia de una correa? Durante un año trabajé con los leñadores, otro con los cargadores en el puerto de Corinto para que mis músculos cobraran la misma tensura que los de Hércules. Y creo que ya hasta los igualan.

—Narciso —intervino el, por naturaleza, musical Apolo—; tu voz suena muy enronquecida.

Narciso inclinó la cabeza ante el protector de las bellas artes.

—¡Oh, Apolo! Deberías estar orgulloso de mí. He puesto mucho empeño en que mi voz se hiciera varonil y fuerte. Cada vez que surgía la tormenta, traté de opacar con mi voz el retumbar de los truenos. Asimismo, me paraba frente a las fraguas e incluso llegué a la conclusión de que mi voz no la logran opacar ni siquiera los más fuertes y estrepitosos golpes de martillo.

—Tu esfuerzo me parece de lo más loable —dijo Zeus— pero, ¿acaso prestabas atención en tales casos, a lo que decías?

—¡Oh, Zeus! —replicó Narciso—. ¿Acaso gritando se puede pensar al mismo tiempo?

—¿Entonces, no pensabas en lo que decías?

—Pensaba en decir las palabras lo más fuerte posible —contestó Narciso.

—Traes los ojos llenos de pus —constató con reproche Apolo. Narciso retrocedió un paso.

—Oh, dioses del Olimpo! —gritó tan fuerte que las tiernas hojitas de los olivos temblaron en el aire, y con tanta falsedad en la voz que a los dioses hasta se les retorcieron las orejas—. Me he estado enjuagando mis ojos con arena para borrar de ellos toda mi melancolía, que con tanta razón había sometido a crítica el omnipotente Zeus. Así pues, como ves, no he descuidado nada e incluso traté siempre de corregir todos los defectos que había tenido hasta ese momento. Decidme una cosa, oh dioses: ¿me he vuelto ya lo suficientemente bello a la medida de nuestros grandes tiempos, como para tomar parte en la guerra troyana?

Ahí fue donde intervino, de pronto, Palas Atenea. Y el deslumbrante brillo que brotó de su yelmo y su coraza incendió el aire en todo su derredor.

—¡Narciso! —dijo con voz severa—, eres igual de feo y repelente que el asqueroso perro Cerbero. Y eres aún más tonto, Narciso, que los famosos asnos de Dardanelos.

El hinchado rostro de Narciso se tornó gris bajo la barba y bajo el cascarón de mugre que lo cubría.

—Oh, diosa —emitió un gemido.

—Es cierto lo que dice Palas Atenea —declaró Zeus—. Ninguno de nuestros consejos ni recomendaciones has entendido, Narciso. Tu conciencia ideológica no está a la medida de la guerra de Troya, sino a la de una gallina o de una codorniz. Has defraudado la confianza que nosotros habíamos depositado en ti, Narciso. Hércules, aún limpiando los establos de Augias, habría quedado pulcro y hermoso. Y tú, en cambio, hiedes a mugre y a sudor. Eso está muy mal. De tus ojos y de tu voz ha hablado ya Apolo. Yo agregaría todavía que tu cuerpo, más que fuerte, está terriblemente deformado, y la espada y el escudo podrían fácilmente pegarse a tus manos. Además, no te limpias la nariz. Te está escurriendo la nariz, Narciso. Y esto es algo que verdaderamente me llena de asco. Y si tú no nos crees, ve a ver a la gente, Narciso, y pregúntale a ver qué opina de tu físico.

Entre truenos y relámpagos desaparecieron los dioses; en tanto, Narciso salió a buscar gente. Justamente cerca de la ciudad de Tebas unos obreros se encontraban trabajando en la reparación del trayecto.

—¡Buena gente! —les gritó Narciso—. Los dioses poderosos me acaban de decir hace apenas un momento que yo soy repulsivamente feo. ¿Vosotros opináis igual?

Al oír sus palabras, uno de los obreros, el mayor, contestó:

—Primero tienes que lavarte, limpiarte un poco, cortarte las greñas y las uñas, y después te diremos si eres bonito o feo.

—¡Así que no distinguís en mí un toque de belleza? —vociferó Narciso.

Los obreros estallaron en carcajadas.

—¡Vete a bañar, amigo —dijo el más joven de todos, un muchacho cuyo armonioso y bien formado cuerpo destacaba entre los demás— y ahora deja de fastidiar y de molestarnos.

Narciso prosiguió su camino. Sin embargo, en lugar de ir a las termas, se encaminó directamente hacia el lago, en cuyas aguas cristalinas solía contemplar en otro tiempo su propio reflejo. Los bosques que circundaban la laguna florecían con flores de primavera, y ella misma se encontraba tranquila sin que el menor soplo de viento turbara su superficie.

Narciso se acercó a la orilla, clavó ambas rodillas en tierra y se inclinó sobre las aguas transparentes.

—¡Oh! —exclamó con desesperación cubriéndose la cara con las manos.

—¡Oh! —contestó desde los bosques un triste eco.

―¡Dioses! ¡Hombres! ¡Auxilio! —sollozó Narciso—. ¡De veras que soy feo!

—¡Feo! —murmuraron los árboles.

El llanto de Narciso se tornó más fuerte aun, y a cada sollozo chillante el eco respondía también con un chillido.

Así que Narciso se quedó callado y se limpió la nariz con el dorso de la mano; no obstante, al hacerlo se ensució aún más su nariz y su mano. En consecuencia, resolvió acabar con su vida para buscar paz y sosiego en el fondo de las cristalinas aguas de la laguna. Y así lo hizo.

Cuando con un sonoro chapoteo se cerraron las aguas por encima de Narciso, un leve chapoteo fue repetido por el fiel eco en el fondo de los bosques. Luego, reinó el silencio. Paso un día. Paso una semana. Un año. Dos años. Diez.

Transcurrió un siglo. Sin embargo, la bella flor, por la gente llamada narciso, no ha brotado, no ha brotado a la orilla del lago. Sólo el eco anda deambulando allí entre los bosques ribereños, flota sobre las transparentes aguas lacustres, repitiendo de cuando en cuando: ¡feo! ¡feo! ¡feo!

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