Cuento: EL LECHERO

Un cuento de José S. Álvarez (Fray Mocho)

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Siendo la leche el primer alimento que se le da a los recién nacidos, necesario era que mi primer artículo para Caras y Caretas tuviese sabor lácteo, para lo cual ningún tipo de los que me obligaron a presentar incomodaba tanto a mi propósito como el del lechero.
Ya se fue el marchante de los buenos tiempos viejos, que los niños esperábamos ansiosos por la yapa de leche, exigua y por ello sabrosa, y los más grandecitos y traviesos, por el mancarrón cargado con los tarros, sobre cuyas tapas envueltas en trapos se extendía el cuero de carnero que le servía de trono y sobre el cual, arrodillado y erguido el busto, marchaba a trote de lechero, como se decía, el viejo vasco cantor y alegre.
¡ Qué famosos galopes hasta la bocacalle, con corrida de todos los perros vecinos!
Se fue el marchante y con él se ha ido una nota típica de Buenos Aires y también el arreador usado como cetro; la boina terciada sobre la oreja; el chiripá de grano de oro cayendo apenas sobre la bota de becerro chueca y embarrada; el tirador, que era una especie de cafarnaúm en que se hallaban botones desertores, cartas de mucamas aventureras que comenzaban con el invariable “cerido marchante digamé ci es sierto que me dará el haniyito ei le doy el veso”, pesos chicos con carnerito, cabellos mezclados con flores secas, horquillas para la novia preferida—la paisana—que le esperaba entre sus patos y gallinas, allá por Morón o San Justo, y a veces el papelito que “la patrona gorda”, “la flaca de Maipú”, “la vieja del Socorro”, como él designaba a su clientela, le encargaban manteca fresca o huevos caseros para la niña y también las milongas en vascuence, entonadas al bordear un charco suburbano, y la original “fonda de vascos” donde entre copa y copa de vino se comentaba a gritos toda la vida porteña, mirada desde la cocina.
A otros tiempos otros tipos.
Ahora tenemos el carrito con vasijas de latón, lustrosas de puro limpias; el lechero de delantal y gorro blanco, serio, grave, que no canta, ni ríe, ni dice chicoleos; la manteca en
panes de ilusión y harina y el agua y la sofisticación reinando omnipotentes con sellos, patentes, certificados químicos y tapas higiénicas.
Y ahí va la vida, siguiendo su tortuoso camino, cada día menos pintoresca, menos nacional, diremos, pero más arreglada a las leyes y ordenanzas, por más que el viejo marchante desalojado diga melancólicamente, al ver pasar uno de los carritos triunfadores:
––¡Arodá nomás... masón condenao, que ya te allegará tu hora!...

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