LA SEÑORA MOREL

Un Cuento de Ana Cuevas Unamuno

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La señora Morel siempre fue mujer de pasiones fuertes. Por eso a cuatro años de haberse casado se sentía traicionada por su esposo que en vez de ocuparse de ella pasaba las horas y los días metido en su trabajo.

El señor Morel, mezcla perfecta de romántico y práctico, medido y generoso, apuesto y responsable, la había seducido casi a primera vista y el primer año realmente habían sido felices, pero luego... Luego el afán de acumular se apoderó del hombre al punto de hacerle olvidar poco a poco las necesidades de su esposa.

No contento con trabajar de sol a sol, llevaba a su casa los libros de cuentas y mientras comía distraído lo que ella amorosamente le había preparado, sumaba, restaba y bufaba, encerrado en su mundo de negocios dónde ella jamás podía ingresar.

—Alégrate mujer he sido tan astuto que los depósitos rebalsan, al punto de obligarme a invertir en más galpones a fin de guardar las nuevas adquisiciones— le dijo una noche en respuesta a sus caricias hambrientas.

La señora Morel, a la que ya no le quedaban palabras para rogar ni pedir gestos de amor que le eran retaceados, repuso con furia en la mirada:

—También yo rebalso querido esposo

Pero él, ajeno a sutilezas sonrió satisfecho.

— ¿Ya nunca tendrás tiempo para mí?— sollozó entonces ella fuera de sí.

—Mujer ¡qué no hago por ti! Si trabajo es para que nada falte y para compensar tu incapacidad de ahorro. ¡Más valdría que cuidaras los gastos en vez de estar siempre reprochándome! Si te aburres ¿Por qué no buscas qué hacer con tu vida?

— ¿Quieres que me busque trabajo?— preguntó sorprendida

— Claro que no, tú no sirves para eso, pero por ejemplo, puedes hacer caridad como tantas otras esposas de comerciantes.

Ante esto ella calló. Al día siguiente, hambrienta de deseo, salió de compras.

La señora Morel tenía entre otras una pasión incontrolable: los zapatos. Encontraba en ellos el placer del calce justo, las texturas más diversas, el complemento al andar, la caricia de las formas, más allá del realce necesario que un buen calzado brindaba, a sus ya de por sí, hermosas piernas. Porque la señora Morel, justo es decirlo, era de una belleza exuberante y extraordinaria, que atraía miradas y suspiros a su paso desde que había despuntado a la juventud.

Esa mañana descubrió una nueva zapatería, dudó, su esposo le reprocharía nuevamente el gasto, luego recordó la pelea de la noche y decidida entró. Un joven apuesto se acercó poniéndose a su disposición.

Con delicadeza exquisita le ajustaba los distintos modelos, le medía el pie, bajando desde la pantorrilla al talón, con una ternura electrizante ascendía al muslo admirado de la perfección de sus piernas, le probaba un calzado tras otro en busca del zapato perfecto para una pierna inigualable, mientras ella le dejaba hacer intentando acallar un ronroneo espontáneo.

¡Ay qué hombre agradable!, pensó dejándose calzar por completo.

Después de tanto tiempo volvía a sentirse viva de tal modo que ya no soportaría regresar a la aburrida rutina de sus días. Al mirar la cara extasiada del joven supo que había encontrado el modo de hacer algo con su vida. ¡Había tantas zapaterías!

Los zapatos comenzaron a acumularse día a día. Al principio no le preocupó, si su esposo de tan fatigado que llegaba a la cama ni siquiera la miraba, ¡menos miraría los roperos! Pasados ya varios meses tuvo que hallar otro sitio pues el ropero estaba tan colmado como ella. Comenzó pues a guardarlos bajo la cama, tras las cortinas, en los rincones más oscuros, hasta en la alacena.

De mañana los sacaba para admirarlos y se paseaba desnuda y calzada por pasillos y cuartos, mientras cantaba gozando anticipadamente del placer que sin duda la tarde le depararía, pues como es bien sabido en todo pueblo chico las noticias corren de boca en boca y más aún las atractivas. Y, hay que decir la verdad, pocas bocas resultaban más atractivas, creativas y activas que la de la señora Morel.

La señora Morel quizás imitando a su esposo, adquirió dos de sus virtudes, un amor casi fanático al trabajo y un placer incontrolable por acumular sus ganancias, así fue como un buen día, años más tarde, descubrió que ya no tenía dónde colocar los miles de zapatos que con su labor había ganado. Pensando y pensando se le ocurrió llevarlos al depósito que su esposo tenía reservado para algún momento futuro. Aún le faltaba llenar; al esposo; más de cinco galpones, no corría pues riesgo alguno.

Ya decidida no tuvo más que solicitar la amable ayuda del cerrajero del pueblo vecino, que en un santiamén abrió los portones del galpón, le colocó una nueva cerradura y le regaló como ganancia inesperada una nueva clientela ansiosa por disfrutar de su oferta.

Años más tarde cuando el galpón rebozaba de calzados de los más variados modelos, orígenes y materiales, un hecho fortuito estuvo a punto de dejar expuesto su secreto. Una tarde calurosa y húmeda, la señora Morel se hallaba muy ocupada con la entrepierna del gobernador, cuando oyó el llamado del señor Morel. Sorprendida miró hacia la ventana, comprobando que aún era de día, por lo que más desconcertada aún le pidió silencio a su acompañante y poniéndose una bata sobre el cuerpo desnudo bajó corriendo las escaleras.

Encontró a su esposo con el rostro descompuesto

— ¡Traición!— gritó el hombre desencajado. — ¡Me han traicionado en mis propias narices! ¡Los mataré!— siguió gritando mirando fijo a su mujer que pálida y temblorosa se dejó caer en una silla.

— ¿Có... cómo te has enterado?

— ¿Qué creías, que las mentiras pueden permanecer ocultas para siempre? ¡No soy tan tonto como creen!

La señora Morel aterrada no atinaba a defenderse, un temblor la sacudió obligándola a sujetarse del brazo del sillón, mientras se esforzaba por respirar con ritmo y mantener un rostro que no la delatara.

— Quizás sea un malentendido. Un error. Mejor hablemos.

— ¡Ningún error, acá tengo las pruebas y son irrefutables!

— ¿Pruebas? ¿Tienes pruebas?— preguntó la señora Morel con voz ahogada

El señor Morel arrojó delante de su mujer un montón de papeles. Con pánico y timidez ella los tomó y comenzó a mirarlos al tiempo que su rostro recuperaba el color y un sonido inesperado obligaba al señor Morel a girar la cabeza

—Señor gobernador, ¿qué hace usted a estas horas en mi casa?

De un salto la señora Morel se acercó su esposo y callando la torpe disculpa del gobernador dijo con voz firme:

— Querido mío, estaba tan preocupada por ti en estos últimos meses, dados ciertos rumores que me llegaron de aquí y de allí, que le rogué al señor gobernador que viniese esta tarde para aconsejarme sobre cómo ayudarte. ¡No sabes cuánto me alegra que tú mismo hayas descubierto este desfalco! Ya me decía yo que algo fuera de lo común sucedía.

—Mi amada y dulce mujercita— dijo el señor Morel emocionado —¿Cómo he podido descuidarte tanto? Pensar que lo que hice lo hice por darte lo mejor y mira ahora... ¡Lo he perdido todo, amada mía!

El gobernador ofreció su ayuda, prometió toda clase de facilidades y se retiró presuroso.

Con la ayuda del gobernador y otras ayudas inexplicables de varios funcionarios públicos y comerciantes vecinos, en un tiempo el señor Morel comenzó a recuperarse de la terrible pérdida y la vida regresó a la normalidad.

Los años siguieron pasando casi sin cambios, salvo los que se producían en el cuerpo antes lozano y ahora desvencijado de la señora Morel. Ya no eran tan torneados sus muslos, ni tan plena su cola, ni tan erguido su pecho, ni tan terso su rostro a pesar de los innumerables esfuerzos, casi siempre infructuosos, que a toda hora realizaba por conservar en condiciones la única mercadería que tenía para vender. Tanto amor había tomado a su trabajo que no se resignaba a perderlo.

Pero si es cierto que nada permanece, menos lo hacen la juventud y la belleza, llegó así el día en que nadie llegaba a su puerta y las tardes le resultaban insoportables. Empecinada optó por hacer un mínimo cambio y gracias a él pudo continuar su labor, ¡no en vano tenia miles de zapatos casi sin usar!

Los años siguieron pasando, las arrugas acumulándose, las carnes cayendo y su esposo cada día más viejo no cesaba de sumar, restar y bufar cada noche más preocupado pues los mercados se complicaban y las ganancias disminuían sin cesar. ¡Cómo lo comprendía!, pues ya no quedaban zapatos en el galpón ni llegaban golpes a su puerta, más el deseo incansable continuaba atormentándola.

Una tarde el señor Morel regresó temprano, arrastrando los pasos y con el rostro apesadumbrado se sentó frente a su mujer que llevaba horas mirando en vano la puerta, y dijo con voz cascada de cansancio.

— ¡Ay mujer, he tenido que vender hasta el último galpón, ya nada queda del esfuerzo de años! ¡Todo se acaba!

Y ella girando con brusquedad la cabeza y mirándolo con furia exclamó con sus últimas fuerzas:

— ¿Y a mí me lo dices?

©Ana Cuevas Unamuno- 2000

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