EL SUEÑO DE LA SIRENA

Sirena (de Odisea)

Amara atraída por el canto de los pájaros

asciende a la superficie como cada atardecer. Ninguna fluorescencia marina, ningún pez colorido le produce tanto gozo y tanta nostalgia de lo imposible como la luz de la luna reverberando sobre las olas y los cientos de lucecitas parpadeando sobre la montaña del templo, y las ventanas de las casas esparcidas sobre la tierra. Sentada sobre una roca se deja llevar por el titilar, hasta que sus ojos posados en la gran ciudad le cuentan de cosas que no ven, de sueños desconocidos, de ansias insatisfechas eternamente.

El viento agita su cabellera que ondula en el espacio como alas de pájaro, la luna la tiñe de anhelos argentos que brotan en canto, en grito, en desgarro, un ruego.

Amara roza con su mano las escamas de su cola de pez, y sus pechos hambrientos de caricias distintas, secas, terrosas, se estremecen frustrados, alejándose, si esto fuera posible, de la humedad constante que la envuelve como cuna y tumba a su existencia.

Amara alza una vez más los ojos y se prohíbe todo llanto, ¡no creará más agua para el océano que la mantiene prisionera! Criatura de aire y de mar, doble identidad que combate en sí misma, La roca es su límite, ombligo que articula realidad y sueño.

La luna llena ilumina su rostro enfurecido y Amara la enfrenta lanzando un juramento: su hija no quedará sometida a las leyes arbitrarias del océano, será hija del aire, de los vientos, de la tierra y alcanzarán sus manos las luces que nunca se encuentran en las aguas, pues son luces humanas.

Amara regresa a su sitio y espera. Espera el día en que pueda cumplir su promesa.

©Ana Cuevas Unamuno

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