CONFIDENCIA

Conocer a Jerónimo cambió mi universo de silencios, de vallas, de timidez en la que siempre las palabras me fueron escasas. Mi mundo rutinario y escaso en el que crecí acompañada por el ronco murmullo del agua, el graznido seco de gaviotas y pájaros, el zumbido del viento y la mudez de las soledades. Mundo de tierra áspera, pedregosa, escasa, de horizonte vasto, apenas interrumpido en la punta de la escollera por el viejo faro que denunciaba su abandono, cubriendo de musgo sus paredes descascaradas y de oscuridad sus grandes ventanas.

Jerónimo, apareció sin anunciarse y las luces del faro se encendieron de pronto alertando a navegantes y atrayendo mis ojos.

Jerónimo, alejado de convenciones y temores, derrochador de excentricidades, exuberante en gestos y voces, parece andar desnudo y abierto por la vida convocando confidencias, con la misma naturalidad con que otros ocultamos recuerdos y secretos. Por eso, cuando el otro día, recostados ante la única ventana del faro que había librado del polvo acumulado, en los días que llevaba viviendo allí, me contó del secreto oculto entre los muros de piedra que llevan guiando barcos desde hace más de cien años y, sin recato ni suspiros temblorosos, habló de los marinos muertos que cada luna nueva acuden a reclamar luz para sus galeones y buques hundidos, me vi impulsada por el oscuro silencio que dejaron sus palabras, a contarle lo que nunca jamás había contado.

—Yo también— tartamudee de pronto sorprendiéndome a mí misma con mi propia voz de golpe suelta, mientras pensaba ¿por qué no confesarlo a quien me ha ofrecido generosamente una noche de escucha dispuesta? —¡Sí! Yo tengo un pequeño fantasma, un duende de familia, casero, sencillo, privado—

Jerónimo no dijo nada. Dejó su mirada flotando en el delicado oleaje nocturno y con dulzura cómplice acarició, como al descuido, mi mano.

Mi pequeño duende, mi fantasmita casero y cotidiano que no es protagonista de epopeya medieval alguna, ni convoca con su iracundia espantos ni exorcistas, que no busca revancha ni revuelca su esqueleto agusanado en tumba alguna reclamando agua bendita, ni misas que le libren de ataduras otorgando perdón a sus pecados, ni médiums que develen secretos del pasado convocando justicias irresueltas. No figura en catálogos, ni porta nombre de preclaro linaje. No ulula en noches sin luna, ni viste de blanca sábana, ni asoma repentinamente al sonido de grilletes, entrechocando puertas y cerraduras o agitando llamas, o apagando luces. No, mi fantasma es tierno, respetuoso, apacible. No necesita bulla, deshecha la burla, no se le ha helado el pecho con resentimientos ni envidias, no llora penas, ni suspira por amores perdidos. Es minúsculo, intenso, juguetón, travieso, curioso, atento, le basta sacudirme de tanto en tanto cuando me sabe perdida y temerosa, o triste. Esconde entonces lo que ando buscando, enciende luces para que alejen las sombras, me envuelve en frescos aromas y danza entre gotas de canillas rotas. Raspa puertas buscando notas, mezcla papeles, me deja besos pintados con rouge en los espejos, susurra al silencio despojándolo de tragedia y recorre mis rincones ahuyentándome las penas. Pensé agradecida.

—Tengo un fantasma propio para las noches oscuras donde el miedo me ahoga en tristezas solitarias y me duele el hambre de caricias y besos, de cercanías— dije mientras mis dedos se entrelazaban con esos otros dedos que transmitían calor a la fría noche de invierno.

Jerónimo me miró y una sonrisa emergió en sus labios. Luego me abrazó.

Miro los rincones, reviso cajones, parpadeo despacio, luego rápido. Me recuesto en la alfombra, lo llamo. Creo que se ha marchado mi fantasma casero pues no puedo encontrarlo ni responde a mi ruego.

Golpean la puerta.

No es él, no, es Jerónimo que esta noche se queda a vivir a mi lado.

©Ana Cuevas Unamuno

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