Falleció el poeta Chileno Gonzalo Rojas
El pasado domingo (24 de abril, 2011) falleció en Santiago de Chile el poeta Gonzalo Rojas (Lebu, 1917), uno de los grandes poetas de su país junto a Pablo Neruda y Gabriela Mistral.
Rojas obtuvo el Premio Cervantes, el Reina Sofía de Poesía, el Octavio Paz y el Nacional de Literatura de Chile, entre otros muchos galardones. Su primer poemario vio la luz en 1948 con el título La miseria del hombre (1948), que mereció el elogio de Mistral: “Su libro -le escribió- me ha removido, y a
cada paso admirado, y a trechos me deja algo parecido al deslumbramiento de
lo muy original, de lo realmente inédito”.
En 1970, el presidente Salvador Allende nombró a Gonzalo Rojas Consejero de Cultura de su país en China. Más tarde fue Encargado de Negocios en Cuba hasta el golpe de Estado de Pinochet, momento en que tuvo que exiliarse, primero a la República Democrática Alemana, después a la Unión Soviética y
finalmente (1975) a Venezuela, contratado por la Universidad Simón Bolívar.
Además del ya citado, entre los títulos más celebrados de Rojas destacan Contra la muerte (1964), Oscuro (1977), Materia de testamento (1988) o Desocupado lector (1990)
ALGO DE SU OBRA
¿A qué mentirnos?
Vivimos, gran Quevedo, vivimos tiempo que ni se detiene, ni
tropieza, ni vuelve.
¿A qué mentirnos con la llama del perfume, con la noche moderna
de los cinematógrafos, antesalas terrestres del sepulcro?
Pongamos desde hoy el instrumento en nuestras manos.
Abramos con paciencia nuestro nido para que nadie nos arroje por lástima al reposo.
Cavemos cada tarde el agujero después de haber ganado nuestro pan.
Que en esa tierra hay hueco para todos: los pobres y los ricos.
Porque en la tierra hay un regalo para todos:
los débiles, los fuertes, las madres, las rameras.
Caen de bruces. Caen de cabeza o sentados.
Por donde más les pesa su persona, todos caen y caen.
Aunque el cajón sea lustroso o de cristal. Aunque las tablas
sin cepillar parezcan una cáscara rota con la semilla reventada.
Todos caen y caen, y van perdiendo el bulto en su caída,
¡hasta que son la tierra milenaria y primorosa!
Carta para volvernos a ver
Escrita en el mar, el 25-X-58, entre las 2 y las 5 de la mañana, a bordo del "Laennec",
Navifrance, por la ruta del Atlántico norte. No publicada hasta la fecha.
Lo feo fue quererte, mi Fea, conociendo cuánta víbora
era tu sangre, lo monstruoso
fue oler amor debajo de tu olorcillo a hiena, y olvidar
que eras bestia, y no a besos sino a cruel mordedura
te hubiera, en pocos meses, lo vicioso y confuso
descuerado, y te hubiera en la mujer más bella ¡por Safo! convertido.
Porque, vistas las cosas desde el mar, en el frío de la noche oceánica
y encima de este barco de lujo, con mujeres francesas y espumosas,
y mucha danza, y todo, no hay ninguna
cuyo animal, oh Equívoca, tenga más desenfreno en su fulgor
antes de ti, después de ti. No hay ojos verdes
que se parezcan tanto a la ignominia.
Ignominia es tu sangre, Burguesilla: lo turbio que te azota por dentro,
remolino viscoso de miedo y de lujuria, corrupción
de todo lo materno que es la mujer. ¡Acuérdate, Malparida, de aquella pesadilla!
No hay trampa que te valga cuando tiritas y entras al gran baile del muro
donde se te aparecen de golpe los pedazos de la muerte.
No te perdono, entiéndeme, porque no me perdono, porque el mar
-por hermoso que sea- no perdona al cadáver: lo rechaza y lo arroja
como inútil estiércol.
Muerta estás y aun entonces, cuando dormí contigo, dormí con una máquina
de parir muertos. Nadie podrá lavar mi boca sino el áspero océano,
Mujer y No-mujer, de tu beso vicioso.
Lástima de hermosura. Si hoy te falta de madre justo lo que te sobra
de ramera
y de sábana en sábana, desnuda, vas riendo
y sin embargo empiezas a llorar en lo oscuro cuando no te oye nadie,
es posible, es posible que descubras tu estrella por el viejo ejercicio
del amor, es posible que tanta espuma inútil
pierda su liviandad, se integre en la corriente, vuelva al coro del Ritmo.
Tal vez el largo oleaje de esta carta te aburra, todo este aire solemne,
pero el Ritmo ha de ser océano profundo
que al hombre y la mujer amarra y desamarra
nadie sabe por qué y, es curioso, yo mismo
no sé por qué te escribo con esta mano, y toco
tu rara desnudez terrible todavía.
No hablemos ya de mayo ni de junio, ni hablemos
del gran mes, mi Amorosa, que construyó en diamante tu figura
de amada y sobreamada, por encima del cielo, en el volcán
de aquel Chillán de Chile que vivimos los dos, y eternizamos,
silenciosos, seguros de ser uno en el vuelo.
No. Bajemos de ahí, mi Sangrienta, y entremos al agosto mortuorio:
crucemos los horribles pasadizos
de tus vacilaciones, volvamos al teléfono
que aún estará sonando. Volemos en aviones a salvar
los restos de Algo, de Alguien que va a morir, mi Dios, descuartizado.
Digamos bien las cosas. No es justo que metamos a ningún Dios en esto.
Cínicos y quirúrgicos, los dos, los dos mentimos.
Tú, la más Partidaria de la Verdad, negaste la vida hasta sangrar
contra la Especie (¿Es mucho cinco mil cuatrocientas criaturas por hora...?)
Los dos, los dos cortamos las primeras, las finas
raíces sigilosas del que quiso venir
a vemos, y a besamos, y a juntamos en uno.
Miro el abismo al fondo de este espejo quebrado, me adelanto a lo efímero
de tus días rientes y otra vez no eres nada
sino un color difícil de mujer vuelta al polvo
de la vejez. Adiós. Hueca irás. Vivirás
de lo que fuiste un día quemada por el rayo del vidente.
Mortal contradictorio: cierro esta carta aquí,
este jueves atlántico, sin Júpiter ni estrella.
No estás. No estoy. No estamos. Somos, y nada más.
Y océano,
y océano,
y únicamente océano.
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