Los guerreros de bronce

Un cuento de -Pedro Zarraluki (España)

La injusticia puede manifestarse de mil maneras, pero la más trágica es la que se ceba en la vida, pues el soplo divino nos resulta inaccesible. Entre nosotros nacen creadores incapaces de controlar su limitado poderío. No podemos producir la vida, pero sí podemos imaginar la belleza, y ésa es nuestra fuerza y nuestra perdición... Aunque la historia que os refiero se inicia muchos siglos atrás, daremos cuenta tan sólo de aquello que alcanza el recuerdo. Hace bastantes años, un buceador apasionado –«...anche archeologo dilettante», según pude leer en una revista– descubrió, sobre el lecho marino, algo que parecía un brazo. Dicen que en un principio creyó que se trataba de un cadáver, pero es difícil imaginar que, ante la posibilidad de que fuera una estatua, interpretase de manera tan banal aquella aparente forma humana. Sea como fuere, cuatro días después, y con ayuda de balones hinchables, eran izados a la superficie los dos guerreros que conmocionarían al mundo. En aquel momento inspiraron tan sólo breves notas de prensa, pues su belleza quedaba oculta bajo los sedimentos que el mar, conchabado con el tiempo, había depositado sobre sus cuerpos.

Pasaron los años, y la existencia de los guerreros se difuminó en el tráfago de acontecimientos. Se había puesto en marcha, sin embargo, el complicado proceso de restauración que devolvería la vida al bronce. Se emplearon las técnicas más sofisticadas, la gammagrafía y el ultrasonido, para vaciarlas de detritus y eliminar las incrustaciones. Se detuvo el proceso corrosivo, y lenta, muy lentamente, fueron desvelándose sus más sutiles secretos: las venas del dorso de las manos y aquellas que descienden, sinuosas, sobre los músculos abdominales; el marfil de los ojos y la plata de los dientes; el desorden equilibrado de los rizos de la barba, del cabello o del pubis; la superficie de bronce, con su enigmática paradoja de opacidad y de brillo. Nueve años tardaron los especialistas en minimizar los destrozos de veinticinco siglos de reposo oceánico. Cumplido su trabajo, anunciaron el retorno de los guerreros sin poder imaginar, seguramente, el revuelo que iba a causar la noticia. Tan sólo en Florencia, donde tuvieron sus primeras –y breves– apariciones en público, medio millón de personas acudieron a admirarlos. La prensa se entregó a la búsqueda de adjetivos, y los críticos se apresuraron a incluir a los bronces en sus códices. El propio presidente de la República, aturdido por tan monstruosas manifestaciones, invitó a los guerreros a su Palacio del Quirinal, que embellecieron durante dos semanas. No voy a insistir en esta conmoción que agitó a todos los amantes del arte, ni me atreveré a apuntar, tal como hizo Moravia, a los efectos de los mass media para explicármela. El largo viaje iniciado en la playa de Riace iba a concluir en el Museo Nazionale de Reggio Calabria, en donde fueron instalados los dos guerreros. Pero la leyenda no había hecho más que comenzar. A su insólita belleza se unía el misterio de su identidad, y las firmas más ilustres entraban en polémica a la hora de atribuirles un creador o de señalar su procedencia. Y estos niveles de erudición se desvanecían en un hálito de misterio, pues los guerreros ostentaban su belleza como única y sublime identificación. Durante unos meses aguantaron, rígidos sobre los pedestales, la observación apresurada, el aliento tibio de su público y el silencio cálido de las noches. Pero a finales de verano, cuando el mar empieza a cubrirse de insólitas sugerencias, cuando las olas parecen de plata y el aire se vuelve fresco y gris, cuando el paisaje pierde el color y se metaliza, un atardecer que era el digno colofón para un día turbulento, los guerreros descendieron de sus pedestales. El mayor, que precedía a su congénere, acabó de un manotazo con un guardián que no supo temer a lo imposible, y los guerreros abandonaron el Museo sin provocar otro sonido que el lento clamor de sus pasos. La reacción, que se produjo de inmediato, fue unánime: Los guerreros habían cobrado vida porque no podía ser de otra manera. Su autor había rozado la perfección de un dios, y los dioses, aunque quizá coléricos, se habían visto obligados a dotarlos de una vitalidad merecida. Todo era como debía ser y, sin embargo, antes de que los guerreros abandonaran Reggio Calabria se produjeron los primeros alardes de incredulidad. La policía, alertada múltiples veces, tardó en acordonar el paseo de los bronces, que dejaron varios muertos entre la multitud curiosa y asustada. El cerco policial se estabilizó en espera de unas órdenes que no llegaron nunca. Y el público, en estricto silencio, sin atreverse a vitorear a las estatuas por el milagro ni a vituperarlas por sus crímenes, se arremolinaba en reflujo constante, pues la reciente experiencia le había enseñado a no cruzarse en su camino. La belleza, al ganar la vida, se había hecho ingobernable.

Ya no bastaba con admirar a los dos guerreros. También había que temerlos, pues se movían guiados por una idea secreta, por un calor –o por un frío– que brotaba de su propio misterio, de esa identidad olvidada tras veinte siglos bajo el mar. Los que lo vieron dicen que sólo en movimiento se podía admirar toda su belleza, pues a la dureza del bronce de que estaban hechos oponían la agilidad de los atletas. Eran tan enconadamente magníficos que los muertos se multiplicaron entre los admiradores que burlaban el cerco policial para tocarlos, olvidando que eran guerreros de otro mundo y que habían renacido, por derecho propio y por designio oculto, en un tiempo que no les pertenecía.

Se internaron en la noche, siguiendo la costa. La luna se perdía en sus espaldas, condenada a los reflejos caprichosos del bronce, que tanto absorbía la luz, negándola, como la proyectaba en el rápido destello de un músculo. En las afueras se hizo más fácil seguirlos, pero los guerreros, al notar la tierra desnuda y la presencia próxima de vegetación, parecieron enardecidos por una súbita premura. Aunque no llegaron a correr, gran parte de la multitud fue quedando rezagada y sólo los más jóvenes pudieron acompañarlos en su huida. Los dos guerreros habían tenido un despertar sereno en un lugar extraño, y se habían puesto en marcha con la elegancia triste de los vencidos. Estaban cautivos en un mundo insólito que les había sorprendido tras un sueño breve, casi eterno. No podían aspirar, pues, sino a una rebeldía que obligara a su enemigo, demasiado numeroso para necesitar la crueldad, a proporcionarles una muerte digna.

Su paseo terminó en una playa. Se internaron en la arena con la determinación suicida de los que pueden elegir el escenario de su muerte, y caminaron hasta hundir sus pies en las olas. Y allí, con las espaldas protegidas por el mar que les había servido de lecho, se aprestaron a luchar. La multitud reaccionó de la única manera posible. Quizá los guerreros deseaban morir, pero su belleza no iba a perderse en una corrupción ajena a su esencia. Los bronces no podían entenderlo, pero se hacía imprescindible devolverlos al pedestal y obligarlos a la inacción. Su vida era del todo lógica pero demasiado contradictoria, y del desenlace de su maldición dependía un equilibrio inevitable y necesario. La luna, esférica, tiñó de argento la batalla, que fue horriblemente cruenta. Dada su maestría y su aleación los guerreros resultaron ilesos, aunque cargados de cadenas. La arena bebió aquella sangre que no alcanzaban las olas, y la multitud, cargada con el peso inestimable de sus cautivos y con la lasitud obscena de sus cadáveres, emprendió el regreso a la ciudad. Aquella misma noche fundieron los pies de los guerreros a sus pedestales.

Un tiempo después, con ocasión de un viaje, pude admirar la belleza de los bronces. Los dos guerreros, inmoderadamente perfectos, parecían exigir el movimiento con cada uno de sus músculos. Estaba preguntándome si no sería justo que se les regalara la vida, cuando un anciano que se encontraba a mi lado murmuró unas palabras. Me volví hacia él, y me saludó con una leve inclinación del torso. «A pesar de todo –repitió–, quizá existan los dioses, aunque sólo sea para imponer la justicia. Ese es nuestro viejo temor... Piense en Miguel Ángel. No en vano dejó inconclusos sus esclavos. Los libró así de una manumisión por lo demás imposible.».

© Pedro Zarraluki.

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