LAS PALABRAS

Un cuento de Ana Cuevas Unamuno

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Miro por la ventana, el día está gris presagiando una tormenta que no quiere llegar. Metros de ladrillo y balcones me separan de los transeúntes que deambulan aturdidos con el cotidiano ruido de rutinas y costumbres, deslizándose por la vida sin tener certeza del rumbo y menos, mucho menos, de aquello que sucede alrededor. Lo leo en sus ojos, en sus muecas, en la palidez de sus siluetas. Lo veo en mi, no una sino mil veces, cuando desprevenida sorprendo mi ausencia en un espejo cualquiera.

Desconectados del afuera, ¿cómo no estarlo del adentro? ¿Cuándo fue la última vez que deseché preocuparme por la miríada de minucias cotidianas, para dedicar un momento a mis turbulencias internas?

La preocupación tiene sus ventajas, la mente está ocupada en situaciones reales e imaginarias, que funcionan de maravillas para distraernos de lo importante.

Como tantos otros, soy hábil para mantenerme ocupada, envolverme en ruidos, aturdirme en tareas, disculparme en compromisos ineludibles. Ardides que funcionan de maravillas, salvo, cuando sin saber cómo, quedo atrapada en un momento como el de hoy en el que todo repentinamente se esfuma tornándose inaccesible, y en el espacio dejado penetra la soledad. No cualquier soledad, sino esa no buscada, esa que tiene sus propias reglas, la que nos deja librados a nuestra suerte. Me consuelo repitiéndome que no solo a mí me sucede, que todos tropezamos tarde o temprano con el silencio y espantados descubrimos el gigantesco espacio que ocupaban las palabras. Consuelo que de poco sirve, apenas me distrae un instante. ¿Qué me importa la soledad de otros, sus espacios de silencio, cuando este mío de hoy me ahoga?

¡Que sensación frustrante y tediosa! Tan molesta como el amontonamiento ruidoso cotidiano al que a duras penas me he habituado.

Trato de desprenderme de ella, busco con frenesí alguna escapatoria, nada..., mi mente se ha aliado al silencio, mi alma cómplice acecha, juntos me enfrentan a aspectos de mi misma y de la realidad que me rodea, que por propia voluntad ni siquiera espiaría.

Nacemos condicionados por rutinas obligadas, por siglos de costumbre y repetición, prisioneros de mandatos ancestrales establecidos desde los genes, rodeados de otros, que con sus actos, parecen confirmar la validez de los nuestros, difícilmente nos detenemos para prestarnos la debida atención y reflexionar sobre el curso de nuestra existencia, hasta que, enfrentados por destino, por distracción o elección (en raros casos), al silencio de la soledad absolutamente solitaria, esa soledad de perder rutinas y costumbres, de no pertenecer más a lo conocido, de quedarse sin referencias, perdidos como un crío al que se le escapa la nutricia teta, debemos hacernos cargo de nosotros y ver qué hacer al respecto.

El cielo truena, las nubes sufren grises espasmos cómplices con mi estado de ánimo, busco un rayo de luz, un destello... ¡nunca pensé que el gris tuviese tantos matices!, pena que no despiertan sonrisas en mi pecho. Debo hacer algo, me digo y busco enloquecida de miedo el ruido necesario y a cualquier precio para distraerme de esta inesperada realidad que se me ha impuesto. De refilón presiento como las sombras crecen. Algo que aún no distingo me acecha...

Anochece, ya no tengo fuerzas, apago la radio, la música, se silencia el cuchicheo de los vecinos, brillan por su ausencia los desconocidos con quienes en momentos como este intento trabar algún tipo de diálogo inconducente. Ya no se me ocurren posibilidades para distraerme en deberes y servicios a un prójimo cualquiera, prójimo que por lo general no me ha pedido nada y que por lo mismo nunca se siente agradecido con mi intromisión casi forzosa, dejándome un sabor a derrota en mi intento por justificar el uso de mi tiempo. Miro a derecha, a izquierda, ¡nada!, qué remedio, aquí estoy definitivamente arrojada a mi misma.

Extenuada de intentos fallidos, me dejo caer en el sillón raído y suspiro el aroma de este intranquilizante espacio vacío e insonorizado que hoy ha invadido mi vida. Espacio de reglas desconocidas donde toda justificación resulta inútil y todo intento un bochorno.

—De acuerdo — le grito a las sombras — ¡Arrojen sobre mí el silencio, dejaré que me envuelva, que me penetre, que me devore!

¡Sorpresa! Ahora que lo convoco el silencio se escurre como agua entre los dedos y sin indicios de advertencia, primero como un murmullo, poco a poco con perversa nitidez, las palabras comienzan a emerger saltando por todas partes, obligándome a esquivarlas. — A no, esto es demasiado — exclamo y sin saber ya dónde ocultarme de ellas decido dormirme.

¡Qué vanos son nuestros intentos cuando fuerzas ajenas a nuestra voluntad se apoderan del destino! Despierta me atormentaba el silencio, ahora que intento dormir me torturan las palabras.

No alcanzo a cerrar los ojos que ya están ellas apoderándose del sueño. Se filtran, me acorralan, me persiguen voraces mientras persisto en mi huida buscando la puerta secreta del mundo del sueño dónde nada es quietud, todo es movimiento y yo, o mi yo de los sueños, la directora de la gran orquesta. Nunca imaginé que en ese mundo privado por excelencia quedaría tan desvalida y desnuda, ni que ellas envalentonadas se convertirían en mis acusadoras, mis juezas y mis verdugas.

Primero son frases de apariencia consistente, frases familiares de tanto decirlas u oírlas. Frases que poseen aparente coherencia, que creemos nacidas de una profunda reflexión interna, y así las hubiese considerado de no ser por las mezclas irracionales que arman en mi cabeza. Primero intento silenciarlas, taparlas con tierra, con mantas, ahogarlas en el agua que brota de mi vientre, dispersarlas con soplidos... Se ríen de mí, se me escurren tan solo para resurgir con más potencia. Desesperada me convenzo al mismo tiempo que intento convencerlas. —De acuerdo, ya entendí. Todo lo que necesito es ordenarlas y ordenarme para poder recuperar mi sana rutina. Quieren que piense, bien pensaré.

Amanece cuando agotada descubro que los pensamientos se repiten sin cadencia, se enciman unos a otros y las frases van quedando por la mitad, algunas se superponen y antes que pueda hacer algo comienzan a entremezclarse pedazos de ideas antiguas que nada tienen que ver con mi presente, con otras absurdas, salpicadas de cochinadas e improperios.

—¡Esto es increíble!—, murmuro al oído de mi gato, tú sabes muy bien que yo jamás me hubiese atrevido siquiera a imaginarme pensando semejantes cosas, pero..., he de confesármelo, ¡cuanto placer me produce el solo hecho de percibirlas cruzar mi mente apuntando derecho hacia objetivos invisibles! — ¡Jamás hubiese esperado esto de mí!—murmuro avergonzada. El gato mi mira indiferente. Me encojo de hombros, ¿quién va a escuchar dentro de mi cabeza?.. Primero con timidez, después eufórica me relamo lanzando maldiciones, promesas de venganza, insultos de todas las calañas.

Ya me estaba gustando cuando para mayor turbación irrumpe un giro abrupto: Llegan en tropel arrojándose sobre mí pensamientos ajenos, esos que convertidos en moralejas, frases hechas, órdenes y consejos poblaron mi infancia y adolescencia, y me oigo repetirme lo que otros me han dicho apropiándome indecentemente de sus opiniones. Instante mágico de revelación: Existen ideas nacidas en alguna parte, de donde la mente hambrienta las extrae para personalizarlas, dando así una falsa imagen de originalidad. ¿Cómo es posible que piense lo pensado? ¿Dónde habitan esas ideas prefabricadas tan al alcance de la cabeza de cualquiera? ¿Cómo pude creer que eran mías?

¡Me siento muy abochornada!

Se ve que eso pretendían pues apenas reconozco mi falta de autoría, comienzan a danzar con un frenesí tal que logran aturdirme ahogándome en un ataque sonoro e incoherente hasta que comprendo horrorizada que me tienen prisionera. Es urgente que haga algo al respecto. — ¡Tengo que hacer algo ya!—, grito con tal timbre de voz que Machuco, mi gato, salta a esconderse bajo la cama.

No puede ser tan complicado, al fin y al cabo son solo palabras, si las escupo de algún modo haré espacio y podré relajarme. Tan solo al pensarlo y suspirar creo tranquilizarme. ¡No sabía que se reproducían como los mosquitos! ¡Qué bastaba autorizarlas para que ellas entusiasmadas trajeran su parentela, confraternizaran con amigas, familiares y enemigas acérrimas, se desglosaran y rearmaran en combinaciones infinitas, hasta dejarme extenuada!

Decido, recordando una vieja costumbre infantil, cercarlas archivándolas, ordenándolas, clasificándolas, y sin titubeos pongo manos a la obra, mejor dicho a la escritura... ¡Malditas sean! Indiferentes a mi esmero se escurren de mi tinta para dibujar historias que yo detesto escuchar.

Sacudo la cabeza con frenesí. ¡Nada! Me doy un prolongado baño aromático y relajante concentrándome en la respiración... Es curioso, parece hacerles más efecto a ellas que a mí, ahora empapada sus cuentos fluyen rodeándome hasta hacerse tangibles y tan insoportables que me obligan, envuelta en una toalla y todavía chorreando, a darles forma sobre el papel.

¡Ah! ¡El papel! ¡Ha de ser el paraíso de las palabras! Basta ponerlo ante ellas para que brinquen trazando el diseño de mis temores más antiguos y ocultos y sin espacio de silencio, antes que pueda evitarlo. me sumergen en ellos a fuerza de presión y agolpamiento de letras. Agobiada, enloquecida, aullando entre espasmo y espasmo de bronca y pánico intento detenerlas, no cejan ni un ápice, siguen empujándome derecho al nudo, parece ser que es asunto mío esto de desatarlo y reacomodar el hilván de la experiencia. Hasta el tiempo y el espacio sucumben ante ellas.

Estoy sola, completa, absolutamente sola, para encontrar alguna solución ante una situación tan inesperada como absurda. ¿Alguna vez supieron de alguien asesinado por las palabras? ¿Un caso, uno solo de alguien que muriese ahogado en ellas, o que quedase simplemente prisionero entre barrotes de letras? ¿No? Pues es lo que me pasa hoy.

Hoy, que a simple vista es un día como cualquiera. Hoy en que el cielo amenaza tormenta y no sé cómo me ha arrebatado primero el ruido, luego el silencio y ahora...

Aho...

Ah...

A...

......

©Ana cuevas Unamuno

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